Durante los primeros años de los ’80 se inmortalizó en una canción la postal del consumo de vino más popular de Argentina, que graficaba el conocido gusto de aquellos argentinos: “moscato, pizza y fainá”. Si hoy se reescribiera ese clásico del blues nacional probablemente el malbec sería la palabra designada para describir una y otra vez, la clásica escena de la avenida Corrientes.
Los consumidores cambiaron y la industria, con sus bemoles, se adaptó a esa situación. Los argentinos toman menos vino, pero de mayor calidad. Mientras que en 1980 se consumían 76 litros per cápita de vino, de los cuales más de 90 por ciento correspondían a vinos de mesa, en 2016 se consumieron en promedio 21 litros per cápita, de ellos más de 83 millones de litros correspondieron al varietal malbec.
En el exterior, también el crecimiento del vino argentino ha sido muy importante. Es que, silenciosamente, el cepaje emblema se ha sumado a los clásicos descriptores de Argentina en el mundo. Maradona, Messi, Francisco, tango y malbec son las palabras gatillo que permiten una rápida asociación con el país.
A fuerza de una excelente relación precio - calidad y de una generación de bodegueros y enólogos que decidieron investigar el cepaje y con ello darle una fuerte vuelta de tuerca a la producción nacional, la inserción del varietal lo convirtió en una nave insignia en los mercados externos en poco menos de 10 años.
El 53 por ciento del vino que exporta Argentina es malbec, algo impensado una década atrás, cuando ese varietal sólo concentraba el 14 por ciento de las exportaciones, según datos del Observatorio Vitivinícola. Así, en el último año se repartieron por el mundo algo más de 144 millones de botellas de 750 cm3, lo que implicó un crecimiento del 155 por ciento en 10 años en volumen, que se traduce en puestos de trabajo para toda la cadena.
Pero para lograr este objetivo también tuvo que cambiar la estructura productiva. Así las cosas, la superficie de malbec aumentó 61 por ciento, pasando de 24 mil hectáreas en 2007 a 40 mil hectáreas en 2016.
En Mendoza, dos regiones, la zona Alta del Río Mendoza y el Valle de Uco concentran más de la mitad de la superficie cultivada. Nada mal para una inversión agrícola que requiere no menos de cuatro años para lograr la primera cosecha y muchos años más para recuperar lo invertido. Hoy es la variedad con mayor superficie de Argentina por encima de las variedades para vinos genéricos: cereza y criolla grande.
Este esfuerzo ha sido reconocido por la prensa especializada de todo el mundo, que no deja de dar excelentes críticas y puntajes a los malbec. Al tiempo que está expectante por el desarrollo e investigación que en el país se realiza sobre nuestros terruños y la influencia que estos tienen en nuestros vinos.
Todavía restan muchos consumidores por conquistar, tanto en el mundo como puertas adentro. Pero la vitivinicultura nacional tiene nuevos escenarios que enfrentar.
Entre ellos se plantea el desafío de lo estructural. Entre 2012 y 2015 la vitivinicultura sufrió una crisis excedentaria, traccionada principalmente por el exceso de oferta de vinos blancos genéricos, que hoy tienen una demanda de curva descendente. El precio pagado al productor se desplomó, varios viñateros tuvieron que abandonar sus viñedos y fueron expulsados del sistema.
En 2016, tras la peor cosecha en 50 años, los stocks se equilibraron, pero de cara al mediano plazo y con vendimias que podrían recuperar los valores promedio, la industria deberá poner el acento en analizar cómo reconvertir esos viñedos -que hoy tienen 22 mil hectáreas cultivadas en el mayor paño vitivinícola del país, la zona Este de la provincia de Mendoza-. Esto permitiría que estos productos se acomoden a la demanda y sigan atrayendo a nuevas generaciones de consumidores.
No hay dudas de que el malbec como bandera es el nuevo piso de una vitivinicultura que lleva siglos de desarrollo en nuestro país y que necesita cambios, pero que sin dudas está transitando un momento de gran esplendor alrededor del mundo.