Se abusa esta Córdoba. Porque a las montañas radiantes, los ríos cantores, la cultura risueña y la gente en jacarandá, le agrega los elixires de la historia, de la que también sabe abundante en tono de comechingones, colonización, gauchesca y camino del Alto Perú.
Ahí están las Estancias Jesuiticas para dar fe. Un conjunto monumental que incluye a la Manzana Jesuitica de la capital provincial y cinco estancias que se desparraman en los alrededores de la ciudad y allende, donde remotas comarcas norteñas. El tesoro cuenta cuatro siglos de amaneceres. Se puede visitar todo el año y suma otro argumento para ir a abrazar las incomparables tierras mediterráneas.
Declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, el complejo arquitectónico exhibe el legado de la Compañía de Jesús, ese grupo de religiosos que vino a barnizar el nuevo mundo con la Palabra del Señor y, de paso, acrecentar el acervo simbólico y material de la Iglesia Católica. A Córdoba arribaron en el epílogo del siglo XVI y de ella,entonces suspiro de vientos, sierras y vacíos, hicieron la cabecera de la llamada “Provincia Jesuitica del Paraguay” (que abarcaba territorios de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay). Fue llegar y engendrar un microcosmos que, como ya se verá, tiene mucho para embrujar al viajero.
Cordobesísimos
La peatonal se llena de vigores y de los típicos personajes que cuentan chistes sin quererlo, que hacen reír sin buscarlo, y que lloran sus sufrires sin perder lo positivo de la cotidianidad cordobesa. Rodeando aquellos paisajes, a pasitos de la Plaza San Martín y la Catedral, surge la Manzana Jesuitica. La capitana del convite nació en torno a 1608, en el papel de cuartel general de la orden fundada por San Ignacio de Loyola, y es toda una semblanza de los tiempos viejos.
Conservada de forma notable, la obra destaca con sus diferentes espacios, entre los que figuran el Colegio Máximo (fundado en 1610, embrión de la Universidad Nacional de Córdoba, una de las más antiguas de América), el tradicional Colegio Montserrat, la Biblioteca Mayor, la Iglesia de la Compañía y la Capilla Doméstica. El trazo general es una delicia: ribetes coloniales y aura solemne que se apodera de fachadas e interiores, y contagia las calles empedradas del afuera.
Al poco tiempo de construirla y darle vida, los jesuitas comprendieron que necesitarían de mayores ingresos para poder mantener aceitada semejante estructura. Así llegó la idea de crear estancias que generaran ganancias a través de distintas actividades y que, a la vez, sirvieran de espacios de reflexión y encuentros místicos con el Supremo, en escenarios naturales acordes.
La primera (año 1616) brotó en Colonia Caroya (45 kilómetros al norte de la Manzana) y la segunda (1618) muy cerquita de allí, en Jesús María. Ambas conservan las preciosas composiciones de arcos y tejados, emblemas del barroco impregnando los patios, los muros gruesos e implacables, los pasillos que infunden respeto, los campanarios, las capillas, los restos de molinos. La de Jesús María supo ser una de las niñas mimadas, a partir de su importante producción vitivinícola.
Sin embargo, la que más piropos recibe de las cinco es la de Alta Gracia (40 kilómetros al sudoeste de Córdoba). La localidad que vio crecer a un tal Che Guevara se forjó alrededor de la estancia, que es sublime y contundente. Enormes paredones, fortines de la historia, se jactan de lo que protegen: una señora iglesia caudalosa en reliquias, una cúpula que domina las panorámicas de la ciudad, una residencia con planta en L y cara como de moho y gloria.
Buena la oportunidad para enterarse cómo vivían sus antiguos habitantes (la información la ofrece el Museo Casa del Virrey Liniers) e imaginar las esferas de las desaparecidas rancherías, chacras y corrales. Pegado, el tajamar creado por los jesuitas para el riego (en rigor un dique), duerme la siesta con la torre del reloj al lado y las familias locales que lo usan de paseo. Dos niños, dos pulgas, se acercan serenos y mediterráneos, con timidez cero e inconfundible acento y advierten: “Señor no se vaya a querer meter al tajamar que no se puede bañar, ¡eh!”.
Montañas y campo
Rumbo al Norte, los paisanos se ponen más retraídos, pero no pierden el guiño fraternal y la mano amiga para señalar que para allá, para el lado de las montañas, muy pero muy al fondo, está la Estancia La Candelaria. La más joven del grupo (1683) es también la más aislada. Son 230 kilómetros los que la separan de “La Docta”, en un camino que, después de tocar La Falda, se torna en ripio y olvido, plena pampa de altura, con las sierras grandes al sur, mirando de lejos. No hay nada ni nadie, salvo algún baqueano que a caballo colabora a su vez con la brújula, pan casero y queso de cabra que lleva en las alforjas. El paisaje es ensordecedor y poético.
Tan apartada vive, que contemplarla después de horas de postales de pura naturaleza y destierro, se antoja a espejismo. Disfruta unos cerritos atrás y una figura que es un primor, de blanco, doble campanario y tejados, sacristía, habitaciones y demarcaciones tipo corral de piedra, una roca encima de la otra.
Para el final, sobreviene la visita a la que el viajero tiene por favorita. A tono con La Candelaria, la Estancia Santa Catalina escoge las soledades. Por eso calcula los años (ya lleva 390) en las lejanías, a 70 kilómetros de la Capital (los últimos 15, desde Ascochinga,en tierra), rodeada de campo y de una aldea que no llega a la centena de habitantes. Salvaje y encantador el entorno, pobladores que no saben ni quién los gobierna (es como si vivieran en un país aparte), sirven de contexto a una estructura impoluta, una foto puesta en el verde.
Otra vez el blanco y las tejas, fachada de doble campanario la de la iglesia y una escalinata que antecede. Residencia, patios varios, huerto y hasta un cementerio rellenan los adentros. Ayer, el exterior vibraba con miles de vacas, ovejas y mulas, y un complejo y revolucionario sistema subterráneo que traía agua desde varios kilómetros de distancia.
Al igual que en el resto de sus hermanas, los habitantes de la estancia vivían separados por géneros: mientras que la residencia propiamente dicha era hogar de los blancos, las rancherías y el obraje (muy distintas las condiciones de los mismos respecto a la casa) servían de cama a esclavos e indios. Interesante hubiera sido poder preguntar a estos últimos si al momento de la expulsión de los jesuitas de terreno americano, en 1767, estaban tristes o contentos.
Información
Córdoba capital: paquetes 7 noches, 6 días con transporte, alojamiento y media pensión desde $ 3.400.
Alojamiento 3 estrellas desde $ 450 para 2; $ 680 para 4.
www.cordobaturismo.gov.ar