Hay actividades económicas cada vez más relevantes para la vida actual tan necesitada de recursos que son usados en la producción de múltiples procesos productivos, muchas de ellas relacionadas con la tecnología, como ser en computadoras, celulares o automóviles, pero también para usos esenciales y más básicos, como la producción de energía, la agricultura o la construcción de viviendas.
Algunas de ellas como la minería, que es de la que estamos hablando, son potencialmente riesgosas y pueden generar efectos perjudiciales en los ecosistemas y consecuentemente sobre la calidad de vida de las poblaciones del área donde están radicadas, ya sea por falta de estudios previos de impacto ambiental antes de ser instaladas, como por potenciales eventos imprevistos o el establecimiento de instalaciones productivas en lugares sísmicos y su relación con el uso o la cercanía de cursos de agua que provean dicho recurso a poblaciones de él dependientes.
Cualquier proyecto minero instalado y en operaciones en las condiciones descriptas podría alterar y hasta destruir hábitats, debido a los residuos tóxicos que producen, obligando a municipios o Estados a tareas de reconstrucción de larguísimo plazo y aportar cuantiosos recursos financieros. Por ello, ningún proyecto debería ser aprobado sin estudios ambientales previos y controles minuciosos a ser realizados por autoridades competentes nacionales o internacionales, dependiendo de su envergadura, y en el marco de una licitación trasparente que despeje toda duda en cuanto al rigor técnico, la corrección de los procesos secuenciales requeridos para su implementación y el cuidado de la limpieza de los aspectos financieros, ya que sabemos qué es lo que pasa cuando hay corrupción de por medio.
Para explicar más detalladamente estos conceptos tal vez valga la pena comentar en los párrafos siguientes uno de los peores eventos ambientales ocurridos en los últimos años explicado por el periodista brasileño André Trigueiro en su libro Cidades e Soluções - News LeYa - Río de Janeiro 2017.
En la tarde del 5 de noviembre de 2015, la rotura de un dique en la mina Samarco situada en el Estado de Minas Gerais, barrió del mapa al municipio Benito Rodríguez y unos 10 pequeños poblados que lo componen, a 35 kms. de la ciudad de Mariana, que es una de las joyas históricas del mencionado Estado brasileño.
Un tsunami de barro, probablemente metales pesados y químicos peligrosos, agua fétida de residuos derivados de la explotación de una mina de hierro de aproximadamente 50 millones de m³ inundó la región hasta llegar al mar a través de 800 kms pasando por el Estado vecino de Espíritu Santo, y desaguar luego en el océano atlántico destruyendo todo a su paso, incluyendo una buena parte de la superficie de bosque nativo reconocido como mata atlántica.
Debido a esto, la totalidad de la cuenca del Río Doce que da nombre a una de las empresas que explotan la concesión, fue prácticamente destruida junto con los ecosistemas de los cuales formaba parte.
Sin duda fue la mayor tragedia ambiental de Brasil y también la mayor del mundo en su género. Los daños fueron cuantiosos en términos de 20 vidas humanas, vegetación, abastecimiento de agua potable, pesca, turismo, agricultura, ganadería, etc. Tres millones de personas fueron directa o indirectamente afectadas. De acuerdo con el Ibama (Instituto brasileño para la administración del medio ambiente) 835 hectáreas de preservación permanente fueron destruidas.
Hasta ahora, después de 20 meses de ocurrido el hecho no han podido evaluarse los daños en ecosistemas terrestres y marinos y también de proyectos de protección de la vida salvaje y ni qué hablar entre las pérdidas de casas, edificios, restaurantes, hoteles, y posadas que son muy comunes en zonas turísticas brasileñas.
La Justicia local continúa investigando el hecho y ya tiene algunas definiciones acerca de las responsabilidades de semejante tragedia. Según se sabe fueron constatadas fallas en el sistema de licencia de concesión (vamos a llamarlas de ese modo) pero, además, un incorrecto sistema de fiscalización y gestión deficiente en el funcionamiento de las instalaciones, además de la falta de un sistema de alarma que debería haber avisado a las poblaciones cercanas de un evento de esa naturaleza.
Se estima que reparar los daños puede significar no menos de 20 años para restablecer el equilibrio tanto social como ambiental porque, por lo menos, se debe restablecer el funcionamiento de la cuenca del río Doce para que todas las demás variables consigan recuperar el equilibrio perdido.
El riesgo de repetición de estos eventos es significativo porque Brasil tiene en marcha 400 proyectos similares a éste ubicados en regiones montañosas, que es donde generalmente están los minerales de extracción, metalíferos y no metalíferos, pero ambos peligrosos para los ecosistemas si no son construidos siguiendo todos los protocolos de seguridad que tengan que ver con la vida en la región y su posterior control operacional.
En nuestro país ya hemos tenido episodios peligrosos, especialmente en la provincia de San Juan, al final de 2015 con derrames de soluciones cianuradas de la mina Veladero en altura, cuya salida sólo puede ser para los suelos o a las cuencas ríos abajo. Otro evento conocido fue en 1996 en la mina de Porco en Potosí (Bolivia) donde por rotura de un dique de colas 300.000 toneladas de barro contaminado fueron a parar al río Pilcomayo afectando al río Paraguay y consecuentemente a territorios de Bolivia, Paraguay y Argentina.
La minería es necesaria, podríamos decir que gran parte de la riqueza del mundo ha sido apalancada por el recurso minero. Pero para que ella sea realmente útil y sustentable debe ser legislada, reglamentada y controlada meticulosamente por los Estados, tanto preventiva como correctivamente, para evitar la degradación ambiental de los ecosistemas y el condicionamiento de la vida humana.