La máscara caída

La publicación de los datos oficiales de pobreza consolida el mentís a los supuestos logros de la “década ganada”. El desafío es revertir la tendencia.

La máscara caída

La máscara estadística de la “década ganada” se cayó definitivamente. Nadie creía en las mentiras que desde enero de 2007 propalaba el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), al que el entonces presidente Néstor Kirchner había mandado al prepotente secretario de Comercio, Guillermo Moreno, con órdenes de empezar a publicar datos a gusto del patrón y, más tarde, de la patrona.

Primero, de urgencia, fueron los de inflación, cuya falsedad fue contaminando todo el sistema estadístico nacional: el nivel de actividad y el crecimiento de la economía, el poder adquisitivo de los salarios y las estadísticas sociales, incluida las de pobreza.

En octubre de 2013, el IndeK marcó que la tasa de pobreza en la Argentina (que en abril de 2002, el peor momento de la crisis tras el estallido de diciembre de 2001, había llegado al 54%) era de 4,7%.

Tal vez por pudor, el entonces ministro de Economía, Axel Kicillof, decidió discontinuar la publicación de cifras tan obviamente falsas sobre la pobreza, que hasta pocos años antes, cuando lideraba un centro de estudiantes, había considerado el Talón de Aquiles del “modelo” iniciado en 2003.

Esas cifras, sin embargo, fueron citadas por la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner en junio de 2015, en Roma, en una reunión de la FAO, la organización de Naciones Unidas sobre Alimentación y Agricultura, cuando se jactó de que las gestiones K habían reducido la incidencia de la pobreza a menos del 5% y que la de la indigencia apenas superaba el 1 por ciento.

La incredulidad ante semejantes datos, difíciles de empardar hasta para los países escandinavos, no amedrentó al entonces jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, quien remachó que la Argentina, sí señor, tenía menos pobres que Alemania, el país más rico de la Unión Europea.

Se sabía que era falso; lo explicaban con claridad distintos estudios y profesionales; bastaba con caminar cualquier lugar de la Argentina para saberlo. La novedad, la semana pasada, fue que el propio Indec volvió a publicar los datos de pobreza, ya sin maquillaje: 32,2%. Esto es, uno de cada tres argentinos es pobre. Y uno de cada cinco pobres (6,3% de la población total) es indigente. Y uno de cada dos niños argentinos es pobre, porque la pobreza tiene su propia dinámica y sociología.

Si se toman los datos de 2006, antes del falseamiento estadístico deliberado y sistemático en nombre del “Relato”, el saldo es que en el último decenio en la Argentina la tasa de pobreza aumentó en 6,7 puntos porcentuales, de 25,5 a 32,2%.

En el mismo período, según extrajo de datos oficiales y de la Cepal la consultora Invecq, la tasa de pobreza en Chile se redujo de 29,1 a 11,7%, la de Colombia de 45 a 27,8%, la de Uruguay de 32,5 a 9,7%, la de Perú de 49,2 a 21,8%, la de Bolivia de 59,6 a 38,6%, la de Paraguay de 44 a 22,2%.

También Brasil, más allá de la actual recesión económica y de los escándalos que terminaron opacando los gobiernos del PT, redujo fuertemente su tasa de pobreza y llegó a sumar a la clase media, en el mejor momento de la gestión de Lula da Silva, nada menos que 30 millones de brasileños que antes eran pobres.

Es cierto, la recesión económica (que venía de 2014, fue parcialmente anestesiada en 2015 y se acentuó en 2016) y el salto inflacionario de este año sumaron más de un millón de personas más por debajo del “umbral” que define la pobreza en función del nivel de ingresos. Para empezar a revertir esa situación, el Gobierno debe consolidar la baja de la inflación y los amagos de reactivación que se insinuaron en algunos sectores en los últimos meses.

Una de las novedades recientes es que ahora piensa sumar, a la política de dureza monetaria y relativa blandura fiscal, una mesa negociadora, un “pacto social”, que evite que los modestos logros en el frente de los precios no se desbarranquen por la angurria de los sectores empresarios tocados por la varita de la reactivación o la mera estacionalidad de demanda (por caso, los rubros gastronómico y hotelero durante el verano) o por la eventual decisión sindical, llegada las paritarias salariales, de aferrarse más a los índices de 2016 que a las expectativas de 2017, año en el que el Gobierno, según ya explicitó en el presupuesto, quiere que la inflación no supere el 17 por ciento.

Si ese trabajo lo tiene que hacer sólo el Banco Central, la tarea será durísima y la conflictividad social irá en aumento, en un año electoral. Es lo que debe evitar el Gobierno si quiere llegar bien a 2019. Y es lo que más ansían los restos del kirchnerismo.

En todo caso, además de la más voluble medición por niveles de ingreso, que siempre es posible enmascarar con planes sociales y parches, que al cabo son engañapichangas permanentes, una gestión que busque reducir en serio la pobreza debe apuntar más a mejorar la provisión de bienes públicos: infraestructura (transporte, servicios, vivienda social), salud, educación. Y es allí donde, supuestamente, un gobierno caracterizado (con cierta exageración) como de ingenieros y CEOs debería marcar las más notables diferencias con un pasado inmediato de ocultamiento, mentiras y Relato, mientras se consumaba una monumental estafa a la fe pública.

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