Uno de los rasgos inequívocos del advenimiento de la modernidad en materia de ciencia, arte y pensamiento fue la personalización de los aportes o contribuciones en estos campos. Pensadores, artistas y científicos dejaron de trabajar exclusivamente ad maiorem Dei gloriam, salieron del anonimato y empezaron a firmar sus obras, ganando prestigio y reconocimiento por ellas.
El intelectual (en un sentido genérico) es una de las formas en las que se despliega el individuo moderno en su modalidad propiamente burguesa.
El trabajo intelectual, como todo trabajo, es de índole social. Pero la posición del intelectual, un hombre que trabaja con su inteligencia, está fuertemente apoyada en lo personal.
No es casual que originariamente la palabra para definir “intelectual” en francés haya sido clerc, “sacerdote” o “clérigo”, lo que revela por un lado el origen histórico del oficio y su función social pero también la contraposición a la grey, al colectivo anónimo.
El intelectual por lo general habla por sí mismo de lo que piensa o sabe (o cree saber), no en representación de instituciones o grupos sociales. Es un poquito individualista: asume una posición que presupone una distancia crítica del poder, la sociedad o la cultura. Aunque desde esa misma distancia apoye, legitime o convalide el estado de las cosas.
En ocasiones asume algún tipo de participación o representación corporativa. Es usualmente cuando entiende que su voz no basta para obtener el efecto o propósito que busca.
Un modo es integrarse en una organización o institución: en palabras de Gramsci, el intelectual pasa de una modalidad tradicional a otra orgánica.
En esta integración usualmente el intelectual viene dispuesto a orientar, con su pensamiento y su capacidad comunicativa, a dicha organización, en virtud de ese oficio que es su ventaja comparativa. Lo que sucede, también de forma usual, es que esa expectativa se frustra y termina convalidando o legitimando teóricamente las decisiones de las cúpulas partidarias o el gobierno de las instituciones en las que sólo eventualmente participa.
Otro modo es integrar colectivos de intelectuales mediante procedimientos varios: comités, congresos, manifiestos, documentos en apoyo o rechazo a algo o a alguien. La modalidad, en este caso, es la intervención en el espacio público a modo de pronunciamiento, protesta o propuesta.
En la medida en que lo que se busca es causar impacto, resulta decisivo el aspecto cuantitativo, que es el criterio supremo de toda validación democrática moderna. Así, en una confrontación entre grupos opuestos, posee más impacto aquél que logra reunir más apoyos, participaciones o firmas dentro del colectivo. La calidad o relevancia de los integrantes -que es constitutiva a su función social- queda por tanto subordinada al factor cuantitativo.
¿Por qué -cabría preguntarse- parece ser más relevante el hecho de que los intelectuales se sumen en acciones colectivas a que lo hagan los ingenieros, los albañiles, los médicos o los empresarios textiles?
Evidentemente, la intervención en cada uno de estos grupos será pertinente y valiosa en la medida en que respondan a cuestiones específicas sobre las que poseen experticia. Pero los intelectuales parecen ser los únicos que pueden pronunciarse sobre prácticamente todo, sobre cuestiones y controversias políticas generales.
Y es que desde los tiempos de Platón, el saber sigue siendo el principal atributo del gobernante. La vinculación entre ciencia y poder, a pesar de ser tremendamente conflictiva, no puede ser disuelta.
La pregunta es hasta qué punto los académicos, científicos e intelectuales tienen hoy esa misma capacidad de comprender las cosas de forma universal que Platón le atribuía a los filósofos, en un contexto en que la política es un oficio y una práctica cada vez más compleja, sofisticada, necesitada de las más variadas especialidades y técnicas.
“¡Por Dios, nada de gobernantes filósofos!” exclamaba con cierta razón Jürgen Habermas en una entrevista de mayo de 2018.
Pero entonces ¿cuál es el aporte de los intelectuales, científicos y académicos a la discusión pública? ¿Es posible?
Como primera aproximación hay que decir que al adocenarse tras un partido o -peor aún- un candidato, el intelectual no solamente traiciona la función social que le compete, como advirtiera Julien Benda en la década de 1920, sino que además se traiciona a sí mismo al resignar su atributo principal, que es su propia voz.
Al secundar las líneas de fractura dominantes en la sociedad argentina, los intelectuales se suman a alguna de las trincheras enfrentadas con sus armas, que ni son particularmente poderosas ni novedosas.
Su contribución se pierde, se disuelve en militancia, en voto.
Renuncian a trazar líneas transversales de discusión que al menos cuestionen -si no pueden por sí mismos fracturarlos internamente- esos conflictos dominantes.
¿Seguidismo teórico o reflexión crítica? Miguel de Unamuno lo explicaba claramente: “Y como el hombre es terco y no suele querer enterarse y acostumbra después que se le ha sermoneado cuatro horas volver a las andadas, los preguntones, si leen esto, volverán a preguntarme: “Bueno, pero ¿qué soluciones traes?” Y yo, para concluir, les diré que si quieren soluciones, acudan a la tienda de enfrente, porque en la mía no se vende semejante artículo. Mi empeño ha sido, es y será que los que me lean, piensen y mediten en las cosas fundamentales, y no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar y a lo sumo sugerir más que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura o fermento.”
El aporte de los intelectuales, académicos y científicos a la discusión pública, como puede verse, es modesto.
Reconociendo esto, también es preciso señalar que la crisis de la Argentina tiene su origen, en una parte no menor, en la defección de su inteligencia.