No nació de un repollo. Pero puede que haya conversado con uno, tranquilamente, en su primera casa de patios grandes. El caserón de Ramos Mejía donde se crió y oyó (canturreados por un padre ferroviario) los primeros disparates.
María Elena Walsh pasó su infancia entre hermanos varones, árboles, rosales, gallinas y el Pequeño Larousse Ilustrado. Allí se dormía con las nursery rhymes, tradicionales canciones para niños que su padre le cantaba y que éste, a su vez, había heredado de la cultura popular inglesa.
Pequeñas rimas absurdas llenas de construcciones verbales del nonsense británico, como la de Humpty Dumpty, un personaje de Mamá Ganso, un huevo personificado.
“Humpty Dumpty se sentó en un muro,/Humpty Dumpty tuvo una gran caída./Ni todos los caballos ni todos los hombres del Rey/pudieron a Humpty recomponer”, repetía la niña María Elena. Y así su lengua se acostumbró a las libertades.
También la alimentó de la radio, con sus sesiones de "típica y jazz" que inspiraban las fiestas, los programas cómicos de Niní Marshall (a la que María Elena apodó “nuestra Cervanta” muchos años más tarde). Y por otro lado, el musical. “Soy hija de Nelson Eddy y Jeannette MacDonald, de Fred Astaire y Ginger Rogers”, escribiría a una de sus biógrafas.
Por eso, cuando cumplió los 12 supo ya lo que quería y se inscribió en la Escuela de Bellas Artes. En esas primeras aulas conoció a Sara Facio, con quien formaría, varias décadas más tarde, su última pareja.
Pero en plena adolescencia Walsh se la pasaba dibujando versos. Poetisa precoz, cambió la carbonilla por papel y lápiz y publicó su primer libro a los 17, “Otoño imperdonable”, con el que logró, de entrada, levantar las cejas de los consagrados: Neruda, Borges, las hermanas Ocampo y Juan Ramón Jiménez.
Acababa de morir su padre y ya la había mordido el hastío, pero lograba traducirlo con una madurez inusual. “Allá estarán las cosas todavía/ a punto de no ser, contradiciéndose./ En el hastío de las escaleras/ y en la resignación de las paredes”. Y más: “¡Qué de campanas en la sangre siento/ cada vez que me olvido de la muerte!/ Pero sucede que ella no me olvida”.
Todavía era solemne. Había leído el Siglo de Oro y tenía la vibración neorromántica de la generación del ’40. Impresionado, el autor de “Platero y yo” la invitó a pasar con él una temporada como estudiante en Maryland.
Aunque la experiencia no resultó, María volvió con imágenes de ardillas y leños ardiendo, de viejas presencias de libros y aburrida de distancia : “Había nieve y Juan Ramón callaba./Había Juan Ramón, callaba nieve.”
Pero si hay algo que sabemos de María Elena Walsh es que era experta en romper sus propias estructuras y, de ellas, renacer en mosaicos. “Yo me nazco, yo misma me levanto, /organizo mi forma y determino/ mi cantidad, mi número divino, /mi régimen de paz, mi azar de llanto”.
Pero un día se marchó
Digamos que ella "no podía más de adolescente" y que, de regreso a Buenos Aires, una idea empezaba a hacerle fuertes cosquillas. "Yo quiero ser juglar, pero de nuestras cosas. Absorbo las cosas que me pasan, estoy inmersa en la gente, y luego canto lo que se me da por cantar."
Así, un día, María Elena recibió una carta. La carta era de una compositora tucumana, Leda Valladares. En resumidas cuentas, Leda le propuso un viaje a París. Una temporada de sueños y trabajo artístico. Contra su madre, la poetisa de 21 años sacó pasaporte de cantora y se fue como Manuelita de cabeza a la aventura.
“París era no sólo la universidad de los jóvenes, sino la ruta a la libertad individual, a los amores extraídos del almario (digo bien, almario, con palabra de Lope)”, escribió sobre aquel período en el libro donde vuelve a transitar su vida,“Fantasmas en el parque”.
En el París de los años ‘50s, Leda y María fueron una dupla exquisita y exótica. Pelo corto a lo príncipe, caja norteña, pantalones y vuelo poético. Conquistaban los bares y cafés con la música de la región andina de Argentina, una variedad de carnavalitos, bagualas y vidalas que al público del cabaret Crazy Horse por ejemplo (..... entre ellos) les resultaba extraña y fascinante.
En ese momento, María Elena empezó a escribir poemas y canciones infantiles. Al principio sólo se los mostraba a Leda. Pero ya había estallado en ella el propio País de las Maravillas y tomaba conciencia de que la alegría y el absurdo eran una salida inteligente a la belleza.
Un género similar a un “cabaret para chicos”, una suerte de “varieté infantil”. Eso se le ocurrió crear cuando, en 1958, de regreso en Buenos Aires, le ofrecieron escribir guiones de televisión para programas infantiles.
Dos años después, Leda y María estaban grabando el EP “Canciones de Tutú Marambá”, con canciones infantiles que Walsh había escrito para los guiones de la TV. Allí se incluyen cuatro inolvidables: “La vaca estudiosa”, “Canción del pescador”, “El Reino del Revés” y “Canción de Titina”.
Como fuere, la poesía era su patio de juegos, su cocina alquímica: “No sé, yo solamente versifico/ pura conversación a mi manera”, decía.
Varieté de un país
No sólo le cantaba a locos bajitos, también le habló en versos, de cara a cara, a las mujeres de su generación. A las coyas, a las fadistas, a las que se animan a desear.
A “La Juana” (“Sé que ustedes pensarán/ qué pretenciosa es la Juana/ cuando tiene techo y pan/ también quiere la ventana”), a la madre soltera de “Villancico de la villa” (“Ese hijo que escondes, madre soltera, /a parirlo te obligan aunque no quieras”).
También, en “La feminista”, se dirigió a los hombres: “Si tenés el monopolio/ del acierto universal/ yo te dejo vía libre pero vos/ dejame en paz”.
Testigo de la nefasta Revolución Libertadora, dedicó además versos a Eva. “Tener agallas, como vos tuviste, fanática, leal, desenfrenada en el candor de la beneficencia pero la única que se dio el lujo de coronarse por los sumergidos./Agallas para hacer de nuevo el mundo”.
Un hecho puntual: el 16 de agosto de 1979, María Elena publicó en el suplemento cultural de Clarín un artículo titulado “Desventuras en el País Jardín-de-Infantes”, título que en 1993 regresaría al frente de un libro.
Allí escribió: “Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos. Cuando el censor desaparezca, ¡porque alguna vez sucumbirá demolido por una autopista!, estaremos decrépitos y sin saber ya qué decir.
Habremos olvidado el cómo, el dónde y el cuándo y nos sentaremos en una plaza como la pareja de viejitos del dibujo de Quino que se preguntaban: ‘¿Nosotros qué éramos...?’"
Vivir en vos
En el '68 inició sus recitales unipersonales para adultos, "Juguemos en el mundo", que se transformó en un disco y una película en la que actuó, dirigida por Avellaneda.
Allí sonaba la “Serenata para la tierra de uno”, esa canción de amor que escribió para su país: “Porque me duele si me quedo,/ pero me muero si me voy/ con todo y a pesar de todo/ mi amor yo quiero vivir en vos”.
Como compositora, abrevó en diversas fuentes musicales, desde el folclore al tango y desde el jazz al rock. Y sus letras fueron cantadas al calor de la protesta latinoamericana, (Los ejecutivos, ¿Diablo estás?) aunque desfiló por numerosos temas entre ellos el peronismo (El 45) o a la pacatería social de las clases medias (Mirón y Miranda). Esta última fue, posiblemente, su lucha principal.
Murió el 10 de enero de 2011, a los 80 años, rodeada de lo que ella llamaba “el petit-comité” de tres mujeres, una de ellas el amor del final de su vida, la fotógrafa Sara Facio.
Toda su obra literaria ha sido reeditada por Alfaguara y sus libros han sido traducidos al inglés, francés, hebreo, italiano, finés, danés y sueco. Se burlaba, en las entrevistas finales, sobre lo que le generaba la palabra “póstumo”. Le sugería como “una especie de chiste”. Quería ser recordada, simplemente, “como alguien que quería dar alegría a los demás”.