Por Jorge Sosa - Especial para Los Andes
Estoy absolutamente convencido que hay madres por todos lados. Pero también estoy convencido que en cada lado la madre adopta características especiales que tienen que ver con las especiales características de cada lugar: su cultura, su paisaje, su forma de vida. No es lo mismo una madre noruega que vive refrescando cervezas en el freezer del polo, que una madre de la Melanesia que anda cuidando que sus hijos no naden cerca de los tiburones. No es lo mismo una madre porteña que tiene que adaptar la vida nueva al asfalto y al cemento, que una madre de los cerros de Jujuy, donde los pies pisan siglos de polvo y el cielo se te viene encima de tanto ser cielo.
¿Hay un prototipo de madre cuyana? Sin dudas lo hay. Una madre cuyana transmite su cuyanía a los querubines que pare, los va educando en los modos y decires de nuestra tierra. Les tira encima, desde el vamos, algunas palabras propias de nosotros: “culillo”, seguramente, poto seguramente, “enculado” también, porque es el enculamiento una frecuencia culillística; “topa” y “pandito” son infaltables. Usará “carril” y “acequia” para marcar los límites. Y así, el menudo, va a aprendiendo otro idioma adentro del idioma, se va acuyanando con palabras.
Pero en los menesteres de la educación familiar enseña, la madre cuyana, con el comportamiento antes situaciones difíciles. A más de la prevenciones lógicas de la vida común, pienso en los temblores y entonces se me hace que alguna instrucción debe recibir el culillo de cómo protegerse con posibilidades y también ha de recibir un aprendizaje acelerado de cómo sentir un miedo medianamente controlado, que no se note mucho. Pienso en el Zonda y entiendo que el querubín, sabe desde el mínimo razonamiento, las consecuencias de ese viento bravucón y patotero, y aprende a cerrar la boca en las ráfagas, que hay que cerrar las ventanas, que nos es bueno agitarse en pleno ataque de Eolo.
La comida seguramente influirá en la constitución cultural del embrión nuevo. Saboreará, desde aquel momento en que sus dientes se atrevan con lo medianamente sólido, las empanadas cuyanas, esas del “poto pa’ fuera”; el buen olor de la carne a la olla que impregna casa y patio, o las bondades del dulce casero. Y seguramente le tocará emplear un poco de su poca fuerza para tapar los frascos de cuando a ella se le ocurra hacer salsa de tomate.
Inevitablemente será iniciado con tragos menores en la bondad de nuestros vinos, aunque la abuela proteste porque no se les da esas cosas a los niños, e irá aprendiendo, protesta mediante, que si el padre llega tarde y medianamente chupado, es porque alguna fiesta cuyana se encontró en su camino.
Sí, la maternidad en Cuyo tiene sus características especiales. Tal vez nos llegue de la historia misma alguna porción de aquella incomparable generosidad, digo la de aquellas madres que un día no dudaron en entregar a los hijos para que la libertad de América fuese posible.
Sos brotecito verde de mi desierto, madre cuyana / en vos yo rescato esas transparencias / de las aguas mansas, color de montaña, / en vos yo entiendo que el aire / se pone de abrigo su piel de tonada. / Sos la luchadora que siembra la estirpe de las luchadoras / que hicieron de Cuyo un vergel del alma. / Sos el horizonte, toda la esperanza. / Sos la que me impulsa a pagar con vida / sos madre cuyana.