La lucha del África

La lucha del África

Este verano se ha estado desarrollando una historia impresionante, y muchas veces trágica, en las afueras de Calais, Francia, en la entrada del túnel que conecta tierra firme europea con la Gran Bretaña. Miles de emigrantes, de África y del Oriente Medio, han estado tratando de abordar a hurtadillas los camiones y trenes que recorren el túnel, cortando rejas de alambre y evadiendo a la policía a su paso.

Han muerto diez inmigrantes pero muchos han logrado seguir intentando, mientras los políticos a ambos lados del canal señalan culpables y un campamento afuera de Calais se sigue atestando con aspirantes a súbditos de Isabel II.

En cierto modo, esta crisis recuerda la del año pasado en Francia y Estados Unidos, cuando una oleada de inmigrantes juveniles rebasó la capacidad de la patrulla fronteriza de hacerle frente.

Pero Calais resalta básicamente dos diferencias importantes entre el problema de la inmigración en Estados Unidos y en Europa, dos formas en que la migración -sobre todo la de África- está colocándose para dividir y remodelar al continente europeo de una forma que va más allá de cualquier cosa que pudiera experimentar Estados Unidos.

La primera diferencia se ilustra en el deseo de los emigrantes de Calais no solo de llegar a la Unión Europea en general sino al destino específico de Gran Bretaña, debido a su economía relativamente más fuerte, porque hablan inglés, porque el Reino Unido no cuenta con una tarjeta nacional de identidad o por alguna otra razón más.

El deseo del inmigrante de seguir avanzando es perfectamente normal. (No todos los inmigrantes mexicanos que llegan a Estados Unidos se quedan en El Paso, Texas o Tucson, Arizona.) Pero plantea un dilema importante para la Unión Europea, que permite el libre movimiento a través de sus fronteras internas, pero que está formada por naciones-estado que siguen ejerciendo su soberanía en sus respectivas políticas de inmigración.

Estados Unidos tiene una versión suavizada de esa tensión: véase el reciente debate sobre las “ciudades santuario” y los conflictos entre autoridades estatales y federales por el cumplimiento de las leyes de inmigración.

Pero se entiende que la política migratoria, a fin de cuentas, se va a definir en el ámbito nacional. Michigan no va a cerrar sus fronteras e imponer revisiones de tarjeta de identidad; Maine no se va a separar a fin de imponer sus propias cuotas migratorias.

Pero en Europa, menos unida y menos federal, el deseo de tener un verdadero control nacional sobre la política migratoria puede ser tan peligroso a la larga como la ya evidente locura de llevar a Grecia la moneda común.

El deseo de la soberanía en materia migratoria es una de las razones del posible referendo que se celebraría en la Gran Bretaña para decidir su salida de la Unión Europea. Es la razón del experimento de Dinamarca, que reimpuso controles fronterizos. Y es la causa del auge del Frente Nacional y de los partidos euroescépticos por todo el continente.

Está fomentando las divisiones norte-sur en Europa, de por sí significativas, pues los países europeos del sur (pobres) están recibiendo el grueso de la migración reciente, y los del norte (ricos) preferirían que los recién llegados se quedaran en Italia o España.

Y es probable que estas presiones se incrementen, debido a la segunda diferencia entre la inmigración en Europa y Estados Unidos, a saber, el volumen de la inmigración que podría llegar a Europa en los próximos cincuenta años.

Ese volumen va a estar determinado por el impresionante aumento demográfico de la población del África y por el estancamiento y la declinación de la población nativa de Europa.

Consideremos cuánto ha agitado la política estadounidense la inmigración latinoamericana (¡Hola, Donald Trump!), donde hay poco más de 300 millones de habitantes en Estados Unidos y poco menos de 600 millones en todos los países al sur, una proporción que es poco probable que cambie en las próximas generaciones.

Ahora consideremos que hay 738 millones de europeos (500 millones de los cuales en la Unión Europea) y poco menos de 1.200 millones de africanos.

En 2050, según las más recientes proyecciones de la ONU, la población europea habrá bajado a 707 millones (de edad avanzada), mientras que la de África será de 2.400 millones. Para 2100 habrá 4.400 millones de africanos -cuatro de cada diez seres humanos- y la población de Europa será de solo 646 millones.

El Mediterráneo es mucho más ancho que el río Bravo, pero ese equilibrio demográfico de todos modos es inestable. Lo que es más, como señaló Noah Millman recientemente en Político, es probable que se incremente la migración hacia el norte -la lucha africana por llegar a Europa- sin importar si los países africanos prosperan o fracasan en ese período.

La desesperación podría impulsarla pero también el aumento de expectativas, las conexiones establecidas por el crecimiento y la globalización. (Muchos africanos que desafían al Mediterráneo, por ejemplo, parecen ser ciudadanos ambiciosos y con estudios de países con economías en crecimiento, no solo refugiados.)

Si los africanos inmigraran a Europa al mismo ritmo que los mexicanos han emigrado a Estados Unidos desde 1970, observa Millman, para 2050 la cuarta parte de la población europea sería de origen africano. Es probable que eso no llegue a suceder.

La proyección del índice de nacimientos podría dispararse, las tendencias migratorias podrían ser diferentes, los países europeos podrían imponer restricciones que de hecho logren impedir la entrada.

Pero va a suceder algo significativo. De alguna manera está en camino un futuro euro-africano. Y a juzgar por la torpe respuesta a unos cuantos emigrantes en Calais, Europa definitivamente no está preparada.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA