Desde mi puestito de ventas de chocolates y estas cosas que usted ve acá, pude presenciar cómodamente todo lo que sucedió. Parecía una familia común. La más joven renegaba con los niños y con los bolsos mientras el marido fumaba cigarrillo tras cigarrillo y miraba la hora constantemente. Los chicos vinieron varias veces a preguntar los precios. Usted sabe cómo son los niños. Primero fueron los chocolates, después los caramelos rellenos. Finalmente compraron pastillas de menta y cuando llegó la abuela llevaron helados. Porque la señora mayor llegó más tarde. A despedirlos, pensé yo, porque no traía equipaje alguno. Al contrario, tenía en la mano un monedero de esos que una usa para salir de compras en la mañana cuando anda con lo justo. Por eso, aprecié yo, que ya conozco por el aspecto de cada uno a los que se van y a los que se quedan, esa señora no viajaba. La muchacha y el marido tenían el aire de los que ven por última vez la tierra que los vio nacer, esa nostalgia que nos embarga a todos en algún momento de nuestras vidas y que después no nos abandona más. Yo deduje, por los suspiros de ella, por esa forma de quedarse viendo con esa mirada de los que no ven nada, que lo que estaba dejando aquí era muy preciado para el alma. Y eso me entristeció, fíjese usted, porque me pareció demasiado joven para estar dejando pedazos de ella misma tras el rastro suyo.
Bueno, la cuestión es que poco después llegó la señora mayor, la madre, me enteré enseguida, porque ella le dijo sorprendida –por qué sorprendida, me pregunto yo: Mamá, ¿qué hacés vos acá? Sí, le dijo el marido con la voz algo alterada, usted debería estar en el hogar donde la dejamos ayer. En un geriátrico. La verdad es que la señora no parecía para nada enferma, pero una nunca sabe, hay tantas enfermedades nuevas por allí, y pasan tantas cosas que no se entienden, que en fin. Pero ella, sonriendo, les explicaba que no le gustaba el hospital. Y a quién, dije yo. Que había muchas mujeres raras que se buscaban pájaros entre las manos, que acunaban niños o muñecas que no tenían, que perseguían mariposas en el aire. Aquella voz era suave, serena, con una extraña forma de modular las palabras, de apoyar lo que decía con una especie de sonrisa desde dentro de los ojos, no sé si me explico. Pero mamá, le contestó la hija, te dejamos los pinceles, las pinturas, dijiste que entendías. Y el marido interrumpía a la joven entrecortadamente, mientras explicaba que era necesario que ellos viajaran a Buenos Aires, que él debía completar estudios, la universidad, algo así, y que por eso ella tenía que quedarse. Pero la señora mayor, siempre sonriendo, los calmaba a ambos. Y a mí me pareció escuchar mal, pero le dijo que ella lo único que quería era volar. Volar, dije yo. ¿Qué era eso a esa edad? Que quería perderse entre las montañas, cruzar los valles, tocar la punta de alguna nube solitaria en estas noches de octubre. Y yo suspiré porque quién no ha soñado alguna vez con lo mismo. Me gustaba esa señora, cada vez me gustaba más. Me acodé sobre mi mostradorcito para escuchar mejor. Ella decía que en algún lugar debía encontrarse el sitio que ella buscaba y que lo reconocería por el aroma especial que se desparramaría por los aires y que no quería quedarse más aquí, en esta tierra, porque no tenía siguiera un muerto querido enterrado. Parece que al marido se lo había llevado el río Mendoza hacía tiempo y jamás pudieron recuperar el cuerpo entre la espuma. Todo eso me apenó, viera usted.
La culpa la tiene esa maldita pintura tuya, la interrumpió la hija, todo comenzó con el ángel que pintaste. Al parecer, entendí yo, porque todos hablaban, todos opinaban y hasta los chicos interrumpían para agregar detalles al asunto, la señora mayor había comenzado a pintar un ángel que desde la tela, desde la tela, fíjese usted, le sonreía. Bueno, eso decía ella, pero la cosa había llegado al colmo cuando ella contó que el ángel aún inconcluso le cantaba una vieja canción que siempre escuchaba cuando niña de los labios de la madre. El ángel le decía, a la señora mayor, que había venido a llevársela con él para volar juntos. Me imagino la revoltura de la familia. Si hasta habían llamado a un médico que especificó que eran delirios de la señora, melancolías, según recordó el marido de la muchacha.
Los tres conformaban un extraño grupo. Pues mientras los más jóvenes tenían el rostro crispado y se arreglaban el cabello mirando para todos lados, en tanto que los diablillos enloquecían alrededor besando a la abuela, cantando una canción que a veces ella les ayudaba a recordar. La sonrisa permanente y serena de esa señora mayor no desapareció jamás de la encendida expresión.
En ese momento sonó la campana. El tren se pondría en movimiento en unos minutos más. La estación pareció electrizarse. Las voces se alzaron varios tonos, las manos comenzaron a agitarse nerviosamente. Algunos pañuelos hicieron aparición, y las lágrimas, invitadas infaltables de las despedidas, comenzaron a hacer de las suyas. La más joven abrazó a la madre como si temiera no verla nunca más y le pidió que volviera al centro, que retornara a los pinceles, que ella le escribiría allí, que todo retomaría el cauce normal. Esto se lo iba diciendo mientras subía a los niños, acomodaba bolsos y valijas y se asomaba por las distintas ventanillas por las que pasaba. La señora mayor entonces, le gritó que ya había terminado el ángel y que se iba con él.
Las caras asomadas de la muchacha y su marido demostraron a las claras la estupefacción que los paralizaba. Las bocas se movían con dificultad, como si no pudieran hacerlo libremente, pero no se escuchaba lo que decían. Quizá intentaron decir cosas para las que ya era demasiado tarde. Digo yo. Pero lo más sorprendente viene ahora, sujétese bien, porque si a mí, que lo estaba viendo, me costó creerlo y tuve que refregarme los ojos para aceptarlo, a usted le resultará más difícil aún. Porque en el mismo momento en que el tren ponía las ruedas en movimiento, en ese exacto instante en que la máquina daba el resoplido inicial para comenzar a marchar, justamente con la pitada atronadora con la que comunicaba la salida, los pies de la señora mayor se despegaron del suelo.
Al principio la gente no se percató, demasiado ocupada en sus propias historias, pero enseguida, la cabeza impecable de la señora se recortó sobre las demás.
Yo, le vuelvo a repetir, no podía creer lo que veía.
La hija y el marido casi se caen por la ventanilla. Los niños aplaudían fascinados y saludaban a gritos a la abuela. La joven levantó una mano y con el dorso de la otra se secó una lágrima. La señora, semejante a un enorme barrilete maravilloso, comenzó a elevarse. La gente se arremolinó aplaudiendo. El cuerpo de la señora parecía de papel, de un levísimo y prodigioso papel de colores. Los contornos adquirieron un brillo especial, como refulgiendo. A medida que se elevaba, la ligera figura se rodeó de un halo tenue, volátil. Y entre la maravillosa neblina que la envolvía, yo vi, juro que lo vi, un ángel bellísimo y casi traslúcido la tomó de la mano. Las exclamaciones de la gente acompañaron el trasvuelo inicial de esas dos especies de mariposas inefables que movidas por la brisa perfumada de ese imborrable anochecer, se mecían festivas, como dos hojas recién arrancadas de los tallos.
Largo rato pudimos observar cómo se remontaban por los aires. Y mientras suspirando envidiaba a esa señora que había turbado la paz del ocaso encumbrando los aires, creí escuchar un canto a dúo con el ángel, la vieja nana que momentos antes coreara con los chicos, y que al decir de ella misma, era aquella que escuchara cuando niña de los labios de su madre: madre qué linda noche, cuántas estrellas, ábreme la ventana, que quiero verlas.
Yo me quedé un rato extasiada como quien mira un eclipse de sol en plena mañana. Y mientras cerraba mi puestito y bajaba bandejas con los dulces, le juro que tuve que sujetarme a los bancos porque sentí, sentí que mis pies no eran mis pies, y que por un momento se soltaban del piso como con vida propia, como ingrávidos, como con alas. Miré hacia arriba en busca del milagro, pero ya no se veían más que las estrellas tiritando y sentí que mis pies eran otra vez los de todos los días y que tal vez todo eso había sido un sueño y que en verdad no había pasado nada.
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