La larga sombra de la esclavitud

La larga sombra de la esclavitud

Por Paul Krugman - Servicio de noticias The New York Times - © 2015

Estados Unidos es un país muchísimo menos racista de lo que solía ser, y no solo hablo del hecho aún asombroso de que un afro-estadounidense ocupe la Casa Blanca.

Ya no existe el crudo racismo institucional que prevaleció antes de que el movimiento por los derechos civiles terminara con las leyes de Jim Crow, aunque persiste una discriminación más sutil. También han cambiado las actitudes individuales, drásticamente en algunos casos.

Por ejemplo, hace muy poco, en los 1980, la mitad de los estadounidenses se oponía al matrimonio interracial, una posición que hoy sostiene solo una pequeña minoría.

No obstante, el odio racial sigue siendo una fuerza potente en la sociedad estadounidense, como, para nuestro horror, se nos acaba de recordar. Y siento decir esto, pero la división racial sigue siendo una característica definitoria de nuestra economía política, la razón por la que Estados Unidos es único entre los países avanzados por su trato duro hacia los menos afortunados y su disposición a tolerar el sufrimiento innecesario de sus ciudadanos.

Claro que decir esto genera enojadas negaciones por parte de muchos conservadores, así es que permítaseme intentar ser genial y cuidadoso con esto, y mencionar parte de las abrumadoras pruebas del porqué continúa la centralidad de la raza en nuestra política nacional. En gran medida, dos ensayos académicos le dieron forma a mi propia comprensión del papel de la raza en el excepcionalismo estadounidense.

El primero, del politólogo Larry Bartels, analiza cómo la clase trabajadora blanca se alejó de los demócratas, una situación que Thomas Frank hizo famosa en What's the Matter With Kansas? (¿Qué le pasa a Kansas?). Él argumenta que la derecha había estado induciendo a la clase trabajadora blanca a votar en contra de sus propios intereses al explotar los problemas culturales.

Sin embargo, Bartels mostró que el que los obreros blancos se voltearan contra los demócratas no era un fenómeno nacional; estaba totalmente restringido al Sur, donde los blancos se hicieron abrumadoramente republicanos después de la aprobación de la ley de los derechos civiles y de que Richard Nixon adoptara la llamada estrategia sureña.

Y este cambio de partidos, a su vez, fue lo que impulsó el cambio hacia la derecha de la política estadounidense después de 1980. La raza hizo posible al reaganismo. Y, hasta nuestros días, los blancos sureños votan abrumadoramente por los republicanos, al extremo de 85 o hasta 90 por ciento en el Sur profundo.

El segundo ensayo, por los economistas Alberto Alesina, Edward Glaeser y Bruce Sacerdote, se titula Why Doesn't the United States Have a European-style Welfare State? (¿Por qué Estados Unidos no tiene un Estado de Bienestar al estilo europeo?).

Los autores -que, por cierto, no son especialmente liberales- exploran diversas hipótesis, pero, al final, concluyen que la raza es central porque los programas estadounidenses que ayudan a los necesitados se perciben, con demasiada frecuencia, como los programas que ayudan a esa gente:

“Dentro de Estados Unidos, la raza es el único indicador más importante del apoyo para las prestaciones sociales. Es claro que las problemáticas relaciones de las razas en Estados Unidos son una importante razón de la ausencia de un Estado de Bienestar estadounidense”.

Ahora bien, ese ensayo se publicó en 2001, y se podría preguntar si acaso han cambiado las cosas desde entonces. Desafortunadamente, la respuesta es que no, como se puede observar al revisar cómo los estados están implementando -o negándose a hacerlo- el Obamacare.

Para quienes no han seguido este tema, en el 2012, la Corte Suprema dio a los estados, en lo individual, la opción, si así lo decidieran, de bloquear la expansión de Medicaid con la ley de atención asequible, una parte clave del plan para proporcionar seguro médico a los estadounidenses de más bajos ingresos.

Sin embargo, ¿por qué cualquier Estado escogería ejercer esa opción? Después de todo, a los Estados se les estaba ofreciendo un programa con fondos federales que proporcionaría importantes beneficios a millones de sus ciudadanos, meterles miles de millones de dólares a sus economías y ayudar a apoyar a sus proveedores de atención de la salud. ¿Quién rechazaría semejante oferta?

La respuesta es: 22 estados hasta este momento, aunque, al final, algunos podrían cambiar de opinión. ¿Y qué tienen estos Estados en común?

Principalmente, una historia de esclavismo: solo uno de los que fueran miembros de la Confederación ha expandido a Medicaid, y si bien unos cuantos Estados norteños también son parte del movimiento, más de 80 por ciento de la población en los Estados Unidos que rechaza a Medicaid vive en entidades que practicaron la esclavitud antes de la guerra civil.

Y no solo se trata de la reforma sanitaria: una historia de esclavitud es un indicador fuerte de todo, desde el control de armas (o, más bien, su ausencia) hasta los bajos salarios y la hostilidad hacia los sindicatos, hasta la política fiscal.

Entonces, ¿siempre será así? ¿Estados Unidos está condenado a vivir por siempre políticamente a la sombra de la esclavitud?

Me gustaría pensar que no. En primer lugar, nuestro país está creciendo más étnicamente diverso y, poco a poco, la antigua polaridad entre negros y blancos se está volviendo obsoleta.

En segundo lugar, como dije, realmente nos hemos convertido en una sociedad menos racista y, en general, mucho más tolerante en muchos frentes. Al paso del tiempo, deberíamos esperar ver declinar la influencia de la política de mensajes cifrados.

Sin embargo, eso todavía no sucede. De vez en vez, se oye a un coro de voces que declaran que la raza ya no es un problema en Estados Unidos. Eso es una ilusión; nos sigue persiguiendo el pecado original de nuestra nación.

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