Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com
Luego de la caída de la URSS y del muro de Berlín, la izquierda occidental ya no pudo seguir defendiendo algún sistema anticapitalista porque estos desaparecieron. Devino entonces crítica dentro del mismo capitalismo, apropiándose enteramente de la palabra progresismo.
Acepción que en los 80 en la Argentina compartían tanto el radicalismo alfonsinista como la renovación peronista y que significaba algo así como la utopía de reconciliar definitivamente al liberalismo político con la justicia social. Un intento de salvar o reconstruir el Estado de Bienestar ante un neoliberalismo que lo quería desmantelar.
En pleno auge menemista el progresismo fue el que denunció la feroz corrupción que gestó la alianza entre populismo y neoliberalismo. Combatió a Menem en 1995 a través del Frepaso de Bordón-Álvarez y en 1999 dio el triunfo a De la Rúa, quien no hubiera ganado sin el apoyo del Chacho, Ibarra y Cía.
Cuando en 2001 estalló el país, el progresismo pudo mantenerse relativamente en pie frente al fracaso estrepitoso de los partidos tradicionales. Culturalmente seguía siendo prestigioso ser progre y en eso se fijó Néstor Kirchner cuando los convocó. Así, sus huestes pasaron a formar parte del kirchnerismo, pero ya no como socios (tal cual lo fueron con la renovación peronista en 1995 o con la UCR en 1999) sino como meros subordinados a las órdenes estrictas de Néstor.
Sin embargo, muchas cosas cambiaron en la Argentina para toda la política y el mismo progresismo sufrió transformaciones importantes.
Ya no se conformó con quedarse dentro del capitalismo como su crítico y dejó de interesarle la síntesis entre liberalismo político y justicia social. Incluso encontró en América Latina lo que supuso un nuevo espacio para construir una alternativa política que superara al capitalismo.
Este neoprogresismo siglo XXI decidió lucrar del prestigio acumulado mientras fue crítico de la corrupción, pero ya no quería vivir dentro del capitalismo sino cambiarlo por otro sistema político. Y América Latina fue el lugar del experimento.
El principal teórico de ese cambio histórico del progresismo fue Ernesto Laclau, quien atacó ferozmente la alianza entre liberalismo político y justicia social para acercar nuevamente la justicia social al populismo, incluso, si fuera posible, aún más de lo que se juntaron durante el primer peronismo. Fue Laclau el gran enemigo de la renovación peronista que quería republicanizar al justicialismo. Éste, por el contrario, lo quería desrepublicanizar y volverlo enteramente populista, como primer paso al socialismo. Este émulo del barón de Frankenstein encontró en la Argentina de los K y la Venezuela de Chávez a sus dos laboratorios. Fue allí donde se dedicó a resucitar muertos para dar vida a su monstruo, quien lo que pretendía era volver la izquierda al período histórico anterior a la caída del muro de Berlín.
Vale decir, en la Argentina, Laclau eligió al peronismo como el sitio donde los progres deberían abandonar el capitalismo y marchar hacia el socialismo. No obstante, el peronismo, pese a haber dejado de ser menemista y devenido kirchnerista, siguió siendo el mismo. Sólo cambió de piel y color (como el camaleón) pero no de esencia. Por ende siguió siendo tan corrupto como cuando los progres lo denunciaban, pero aún peor porque perfeccionó las prácticas. Un país en plena anarquía le permitió desarrollarlas en una dimensión inimaginable incluso en la era Menem.
Y aquí ocurrió lo terrible y patético: los progres cayeron en la trampa que les tendió el kirchnerismo que necesitaba de su prestigio cultural para tapar sus corruptelas. Así, a cambio de supuestamente hacer revivir la revolución derrotada a fines de los 80, los progres se olvidaron de denunciar la corrupción y peor, mucho peor, la empezaron a justificar política e ideológicamente. Es que si los K y sus carabelas repletas -como las de Colón- de presidiarios (Jaime, Aníbal, Amado, Lázaro, De Vido, Lopecito, D’Elía, Moreno...) los llevaban a la tierra prometida, a cambio de esa utopía bien poco era el precio a pagar si lo único que debían hacer es callar o ser cómplices de la corrupción, aunque fuera ésta la corrupción más grande jamás vivida.
El más importante periodista con que contó esta intento de “revolucionar” el progresismo y olvidar su noventista denuncismo fue Horacio Verbitsky, un hombre que mamó teóricamente de otro pensador, menos conocido: José Massoni, ex-juez de Cámara Penal y el primer titular de la Oficina Anticorrupción. Este hombre escribió la frase que en mi opinión expresa mejor que nadie esta brutal transformación del progresismo cuando dijo: “En el socialismo, comunismo, comunitarismo, cooperativismo, populismo democrático o como se llame el acto corrupto, atenta contra el interés común y de cada individuo: la solidaridad, el cuidado del otro y de todos es el centro vital social, es el sistema. En el capitalismo la corrupción es inherente a su práctica”.
Se trata de una opinión tremenda, impresionante, que define acabadamente a este nuevo populismo revolucionario pero tolerante con la corrupción. Para Massoni el capitalismo es corrupto por definición, mientras que sus alternativas (entre las que incluye al comunismo y al populismo) son sistemas solidarios donde podrá haber un corrupto como excepción pero el sistema no puede serlo. Aunque tenga en contra a toda la historia del siglo XX, esta idea prendió en la izquierda K. Fue la que hizo decir a Hernán Brienza que la corrupción democratiza porque permite que lleguen al poder los que no son ricos.
Siguiendo esta lógica, como el capitalismo era corrupto por definición todo quien luchara contra él, desde el lugar que fuera, era progresista, hacía “progresar” la historia. Así, el Irán teológico de Ahmadineyad era más progresista que los EEUU de Obama, como piensan los bolivarianos que eligieron a Irán como la nueva Meca. Y a lo cual dramáticamente validó hasta Cristina Fernández de Kirchner con el insostenible acuerdo con Irán por la cuestión de la AMIA.
En fin, este progresismo que en vez de continuar la renovación de los 80 y la lid anticorrupción de los 90 decidió declararse continuador de las luchas políticas de los 70, hoy perdió el prestigio que supo construir en los períodos iniciales de la democracia. Por haberse enamorado del pasado y por haber justificado a los corruptos con el solo requisito de que tuvieran un discurso parecido al que ellos predicaban, deberán comenzar de nuevo, desde los palotes. Así como el neoliberalismo desprestigió al liberalismo, este neoprogresismo desprestigió a la izquierda. Los progres ya no tienen coronita. Ahora son como el maestro de Siruela (“que no sabía leer y puso escuela”). Ya no podrán predicar desde ningún púlpito especial su supuesta superioridad moral e ideológica. Si alguna vez la tuvieron, hoy la han perdido del todo.