Últimamente, los mendocinos nos hemos debido acostumbrado a la lluvia y para designar sus variantes. Así, cuando vamos a la etimología del vocablo ‘lluvia’, nos encontramos con que el origen se rastrea en el latín ‘pluvia’, que ha dejado en el español actual una serie de derivados como ‘pluvial’ (“relativo a la lluvia”), ‘pluviómetro’ (“aparato que sirve para medir la cantidad de lluvia caída”), ‘pluviosidad’ (“cantidad de lluvia caída en un sitio en un determinado período de tiempo”) o ‘pluvioso’ (“lluvioso”, pero también “quinto mes del calendario francés de la Revolución, cuyos días coincidían, respectivamente, con el 20 de enero y el 18 de febrero”).
Ya en español, ‘lluvia’ designa no solamente el agua que cae de las nubes, sino también la acción de llover, como en “La lluvia va disminuyendo”, y también, metafóricamente, la abundancia o gran cantidad de algo, como en “Se produjo una lluvia de ofertas”. El sustantivo forma una amplia familia de palabras, en donde se incluye ‘lluvioso’ (“de lluvias frecuentes, constantes o copiosas”) y ‘lluviano’ (“un lugar recién mojado por la lluvia”); también, ‘llovedera’ (“lluvia persistente”), ‘llovedizo’ (“relativo a la lluvia o que procede de ella”) y ‘llovizna’ (“lluvia menuda que cae blandamente”).
El nombre de la llovizna se da distinto en varios países de América, donde se transforma en ‘garúa’ y en su verbo asociado, ‘garuar’.
Pero, en abril, el otoño nos sorprendió con lluvias abundantes e intensas: ¿qué vocablos existen para nombrarlas? Tenemos, en primer lugar, el sustantivo ‘diluvio’, que se define como “lluvia muy copiosa”; asociado a este nombre, se da el verbo ‘diluviar’, que designa el modo de llover en forma intensa. Otro nombre que puede referirse a la lluvia fuerte es ‘aguacero’, que tiene en común con ‘diluvio’, el hecho de ser intenso, pero como rasgos diferenciadores el producirse de modo repentino e impetuoso y el durar escaso tiempo.
Cuando escuchamos al meteorólogo nos llaman la atención algunos términos: ‘meteoro’, ‘chubasco’ y ‘precipitaciones’. En relación con los términos que nombran la lluvia intensa, se da ‘chubasco’, que se define como una “lluvia de corta duración, que comienza y termina repentinamente y suele estar acompañada por viento fuerte”; en cambio, ‘precipitación’ es un término más abarcador, pues es un fenómeno meteorológico que consiste en la caída de agua, líquida o sólida, desde la atmósfera a la superficie de la tierra; otro tanto ocurre con el vocablo ‘meteoro’, que no solamente puede designar un cuerpo celeste que atraviesa la atmósfera terrestre, sino que además nombra la lluvia y la nieve, como fenómenos atmosféricos acuosos; los vientos, como fenómeno aéreo; el arcoíris, como fenómeno luminoso, y el rayo, como fenómeno eléctrico.
Y en los fríos y oscuros días invernales, un nuevo tipo de precipitación suele presentarse: la ‘cellisca’, definida como “temporal de agua y nieve muy menuda, impelidas con fuerza por el viento”.
¿Qué verbos indican el cese de la lluvia o, por el contrario, el aumento de su intensidad? Tenemos tres verbos de uso corriente: ‘amainar’, ‘escampar’ y ‘arreciar’. ‘Amainar’, se usa para señalar la disminución de la lluvia, del viento o de una tormenta: “Está amainando la tormenta”. En cuanto a ‘escampar’, se trata de un verbo impersonal, que sirve para aludir al cese de la lluvia: “Esperemos a que escampe para volver a casa”. Ese momento breve en que deja de llover se denomina ‘escampada’. Lo contrario, esto es, el aumento de intensidad de la caída de agua, se indica con el verbo ‘arreciar’, que se vincula al adjetivo ‘recio’ y que significa que el fenómeno se vuelve más fuerte o violento: “Daba miedo salir porque arreciaban el viento y la lluvia”.
Muchas veces, por la mañana, nuestra visión no es nítida: todo parece desdibujarse, esfumarse por la presencia de una especie de humo, cargado de humedad. La lengua nos brinda varios vocablos: el más conocido es ‘niebla’, que queda definida como “nube muy baja, que dificulta la visión según la concentración de las gotas que la forman”. También, puede usarse en sentido figurado, como en “¿Qué fatídica niebla vela su memoria?”; los otros términos referidos al mismo fenómeno son ‘neblina’ y ‘bruma’, cuyas definiciones se dan tomando como referencia el vocablo ‘niebla’. En efecto, ‘neblina’ es una “niebla poco espesa y baja”, mientras que ‘bruma’ es también definida con el mismo concepto, pero con la acotación de ser la que se forma, especialmente, sobre el mar. El misterio de lo que queda diluido, esfumado, desdibujado se refleja en los versos de Amado Nervo: “La bruma es el ensueño del agua, y en su empeño/ de inmaterializarse lo vuelve todo ensueño”.
Existe un término, no demasiado conocido, que concilia los conceptos de bruma y de humo: se trata de ‘neblumo’, acrónimo que se forma por la fusión de ‘niebla’ y ‘humo’, como calco del inglés “smog” (“smoke” es humo; y “fog”, niebla).
Esta niebla no es un fenómeno natural, sino una niebla formada con humo y partículas en suspensión, característica de las ciudades industriales.