Por Rodolfo Cavagnaro - Especial para Los Andes
Cuentan que la cafeína está presente en muchas plantas y que en la antigüedad era normal que los humanos mascaran hojas o plantas porque les traía efectos estimulantes. Recién en 1819 la cafeína fue aislada en laboratorios y comenzó su industrialización para ser agregada a otros alimentos.
Algunos científicos calificaron a la cafeína como “la droga de la felicidad del siglo XX”. Si bien está reconocida como complemento alimentario, en realidad es un alcaloide que actúa sobre el sistema nervioso central aumentando temporalmente los niveles de alerta. En dosis altas, puede generar insomnio y otros trastornos. Su consumo genera sensaciones de bienestar y, si bien es un estimulante, muchos le asignan efectos energéticos.
Si bien no se acumula en el organismo, el uso diario hace que el organismo vaya generando un acostumbramiento o resistencia y que para producir los mismos efectos hagan falta mayores dosis diarias. Esas mayores dosis pueden generar problemas posteriores que pueden ser graves, pero suprimir de golpe su ingesta predispone a que el organismo presente trastornos de abstinencia, por lo que se recomienda una disminución paulatina.
Pero la cafeína, más allá de las sensaciones de bienestar, ha demostrado ser un exaltador de sabores y, esta combinación resulta atractiva y hasta a veces adictiva. Por esta razón se ha popularizado su uso en golosinas, bebidas sin alcohol como gaseosas o energizantes, galletitas, y comidas sintéticas preparadas. Por todo esto es lo de la “droga de la felicidad”
Me permito hacer una comparación con la inflación porque, aunque ésta no es una droga alucinógena, ha demostrado generar condiciones de bienestar cuando es acompañada con otras ingestas como aumentos de precios y salarios, que parecen ser aditivos peligrosos que terminan encubriendo situaciones más graves.
También, la inflación produce acostumbramiento y, cuando es acompañada en dosis adecuadas por sus acompañantes, resulta natural y permite aumentar sus índices sin provocar malestares mayores. De hecho, muchos argentinos que hemos vivido sus efectos en la década del ‘80 sabemos lo que era vivir con índices del 30% mensual con total naturalidad.
Pero, como la cafeína, la sociedad no acepta disminuciones bruscas de la inflación porque genera estados de ánimo alterados. Por esa razón, los terapeutas habituales, políticos, economistas, sindicalistas y hasta empresarios, actuando como curanderos eruditos, aconsejan disminuirla en forma gradual para no alterar el ánimo del cuerpo social.
Lo que no está en discusión es que lo que el organismo extraña, no es la cafeína sino los efectos que ésta causa. Con la inflación ocurre lo mismo. La gente no la extraña sino que está convencida que nunca tendrá aumentos de ingresos si no es por esta vía. Nadie piensa que pueden crecer los salarios o los ingresos por una mejora en la economía que venga por mayores inversiones, por innovación que genere ganancias en los mercados y por mayor eficiencia. Sólo quieren aumentos de sueldo.
Peligroso acostumbramiento
Esta adicción a la inflación se ha transformado en un drama cultural en la Argentina que en algún momento se transformó en una especie de marca en el ADN nacional. En la década de los ‘80, el club Boca Juniors, antes de que Mauricio Macri ocupara su presidencia, pasó una larga racha de años sin conseguir un campeonato. Las hinchadas contrarias le cantaban en sorna “Boca va a salir campeón, Boca va a salir campeón, el día que las vacas vuelen y que la Argentina baje la inflación”.
Las hinchadas de nuestro fútbol siempre han sido creativas y transmiten ciertos elementos culturales dignos de ser analizados más allá de las rivalidades que el deporte puede generar. Comparar la reducción de la inflación con el día en que las vacas vuelen es una genial manera popular de decir que no ocurrirá nunca, con una gran convicción, carente de fundamentos técnicos, pero revelando que es una desgracia a la que nos hemos encariñado para sobrevivir, la sabemos manejar y hasta nos da satisfacciones.
Si bien la inflación puede ser multicausal, es real que la mayor causa es de origen fiscal, y está dada por el exceso de gasto público. Si éste se financia con aumentos de impuestos, se genera recesión. Si se financia con deuda, causa placer hasta que hay que pagar las obligaciones y cuando éstas se acumulan, todo estalla, como pasó en los finales de la convertibilidad. Si se financia con emisión monetaria se generan aumentos de precios, que son la forma más palpable de percibir el proceso.
Lucha cultural en la Argentina
En los últimos tiempos asistimos a una serie de demandas confusas generadas por el abuso tanto de las herramientas inflacionarias como de los paliativos. Los argentinos se resisten a que les eliminen los subsidios a las tarifas para que no aumenten sus precios, pero piden que el gobierno baje la inflación. Como ésta no baja, piden aumentos de salarios con una economía que está en recesión. Obvio, que son contradictorias y que si se conceden los paliativos el resultado será mayor recesión, menos trabajo, más inflación y más descontento.
El mismo gobierno ha entrado en esta lógica y defiende que sus políticas son graduales, mientras los opositores hablan de “brutal ajuste”.
En realidad no sólo no hay tal ajuste sino que el déficit crecerá el año próximo para sostener los “beneficios de la inflación”. Si los índices bajan será más por el uso de artilugios monetarios que por políticas correctas tendientes a bajar el nivel de gasto y hacerlo más eficiente y productivo.
Es más, es prácticamente un axioma que el gasto público y la inflación son componentes de una política nacional, popular y progresista.
Si la inflación incomoda, le echan la culpa a los empresarios. Si alguien reclama bajar el gasto y terminar con la inflación para no perjudicar a los asalariados, hasta los beneficiarios te califican como “capitalista salvaje”.
En las últimas semanas las centrales sindicales se trenzaron para pedir un bono de fin de año y la exención del impuesto a las ganancias al medio aguinaldo de diciembre. Ya son pedidos clásicos, con también clásicas amenazas de paros. Todos los participantes del debate no han tenido en cuenta un peligro potencial, que siempre está presente y es la situación de los desocupados que, al no sentirse representados por los sindicatos, recurren a organizaciones sociales que, en algunos casos, organizan saqueos de supermercados para fin de año o la exigencia de bolsones de comida.
El gobierno concedió un poco, con un costo fiscal de 7.000 millones de pesos, y los sindicalistas querían que el gobierno por decreto les diera a los privados, para lo cual lo autorizaban, por única vez, a violar los convenios colectivos de trabajo. Se repite la lógica: la inflación sirve para pedir más plata, aumentos, bonificaciones.
Lo que nadie dice es que cuando se termine la inflación todos van a entrar en pánico. La estabilidad es una tortura como estar condenado a estar encerrado en una habitación rodeada de espejos, donde te tenés que ver, obligatoriamente, todos los defectos. Por eso, luego de cada período de estabilidad, viene el síndrome de abstinencia y escuchamos que “un poco de inflación no viene mal”. Por ahora, manipular el ADN, está prohibido.