La corrupción es la apropiación de los bienes y/o del dinero público para beneficio privado. La impunidad es la ausencia de la acción de la Justicia sobre ese hecho.
Así como la inflación fuera de control envilece las relaciones humanas, el valor de la moneda, destruye el trabajo, el largo plazo, el esfuerzo creativo, la inversión y el ahorro, la impunidad destruye los mecanismos de autocontrol que tiene todo ser humano para convivir en sociedad y también la confianza, que es la base de toda relación social armónica; aumenta la desvalorización de la verdad y vuelve normal convivir con la mentira.
Hacer justicia por parte de los jueces y fiscales, es la última instancia que tiene una sociedad para garantizar la armonía social y la convivencia civilizada.
La única autoridad institucional, en una sociedad que genera impunidad, es un juez cuando no hace justicia, ya sea encubriendo, ocultando la información o dilatando en el tiempo la decisión, para hacer caer los plazos que tiene para ejercerla.
El poder político genera corrupción, pero sólo un juez, al negar la aplicación de la ley, lo hace impune. Cada sociedad tiene la justicia que se le parece y nosotros tenemos una justicia, en temas de corrupción, de argentinos para argentinos, que a lo largo de los últimos 50 años expresa los profundos cambios que nuestra sociedad ha sufrido, para peor.
Creo oportuno que debemos seguir aportando al diagnóstico, porque todavía hay una gran cantidad de ciudadanos que siguen creyendo que este tema es un mero clisé mediático, de especulación para especialistas en el ámbito universitario o un producto de la propaganda eleccionaria y que es mucho más importante, analizar y reflexionar sobre la evolución de nuestra economía.
Al respecto: “Argentina es uno de los países con mayores niveles de impunidad del mundo”. Esta frase expresada por el ministro de Justicia de la Nación, Germán Garavano, el mes pasado, define una situación que estaba lejos de ser así hace más de cincuenta años.
Una investigación del Observatorio de Causas de Corrupción de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia, muestra que la duración promedio de los expedientes de corrupción, es de catorce años. El 75% sigue en trámite, un 15% llegó a juicio y sólo siete tuvieron condena con prisión en suspenso, en los últimos 20 años.
Esta situación se corresponde con nuestro modo de pensar, valorar y entender la aplicación de la justicia; el poder y la verdad de las leyes en materia de corrupción. A nivel popular se expresa en “roban pero hacen” y “mientras a mí no me falte la plata, que roben lo que quieran”.
Aquí está una de las causas más importantes de la degradación institucional que se registra en nuestro país. Por eso la impunidad es más perversamente dañina para la sociedad, que la corrupción.
Por complicidad, encubrimiento, negligencia, incompetencia, ausencia de sanciones por mal desempeño de los jueces y fiscales, en temas de corrupción, han sido proveedores de impunidad para la política y la gestión dolosa del Estado y han contribuido, sin duda, a sostener la ingobernabilidad que nos ha caracterizado todos estos frágiles años de democracia, al no garantizar la necesaria independencia, del Poder Judicial, del poder político de turno.
Ha sido y es común ver a jueces y fiscales que, cuando cambia el poder político, aceleran las causas dormidas por años, con lo que además, ponen de manifiesto todo lo que dejaron de hacer.
La duración de las causas es la principal causa de impunidad. Así la perspectiva de los funcionarios judiciales, cuando de corrupción se trata, ha dependido del grado de fortaleza política del gobierno de turno y su injerencia en el Poder Judicial, junto a la coyuntura eleccionaria que les define la velocidad con que se avanza en los expedientes, a la espera de los resultados de la misma.
Lo que los ciudadanos debemos reclamar, habiendo aprendido el valor de votar y de la representación democrática, es la presencia de un Estado de derecho en el que nadie esté por encima de la ley.
Es el Poder Judicial el que debe terminar con la impunidad, al actuar conforme criterios jurídicos imparciales y respetando, al mismo tiempo, las garantías constitucionales de todos los ciudadanos
Es una tarea difícil de lograr, ya que muchos jueces que impulsan varias causas por corrupción, han sido los garantes, hasta ahora, de esa impunidad.
La autocrítica y los cambios deberán venir fundamentalmente, del propio sistema judicial: jueces, fiscales, Consejo de la Magistratura y colegios profesionales.
La corrupción desnudada en Brasil a través de jueces independientes como Sergio Moro, con 125 condenas por 1.300 años de prisión, son un ejemplo del cambio desde adentro del sistema judicial y del necesario saneamiento que necesitan nuestras sociedades.
Han empezado a surgir algunos ejemplos en este sentido, com los jueces de la Cámara Federal de La Plata, Leopoldo Schiffrin y Olga Calitri, que dejaron sentado en su fallo que los delitos de corrupción no prescriben nunca, frente a una denuncia de 2003.
Germán Garavano, ministro de Justicia de la Nación sobre esta medida dijo: "Al declarar imprescriptibles los delitos de corrupción, el sistema judicial reconoce su fracaso" y concluyó: "Que los tribunales tengan que decir que los hechos no prescriben, en el fondo es porque la Justicia no pudo resolverlos”.
En la versión más autocrítica, el fiscal general, Germán Moldes, ha dicho:” Hay que desratizar y fumigar el Poder Judicial, que está corrupto”.
Sería muy lamentable que los cambios y ajustes del Poder Judicial vengan del sistema político a través del juicio político, porque estos ajustes van a fracasar, al estar teñidos por el poder de turno y los intereses de la política tan alejados hoy de la verdad, la justicia y el respeto por la ley.
Mientras subsista el estado de autoprotección corporativa del sistema judicial, seguirá aumentado su cuota de desprestigio, en detrimento de aquellos jueces, fiscales y abogados honestos, que actúan conforme a derecho.
Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de Los Andes.