Estaba preparado para una extensa revisión antes de que me dieran acceso al interior de la celda en Paraguay donde se encontraba un reconocido narcotraficante, pero el guardia delgado que estaba apostado frente a las rejas apenas me tocó; tan solo pasó rápidamente sus manos por mi espalda y brazos.
Había ido a la prisión para entrevistar a Marcelo Pinheiro Veiga, quien había recurrido a una maniobra audaz para evitar que lo extraditaran a su natal Brasil: confesó una letanía de delitos cometidos en Paraguay. Después de la "revisión", entré a la celda y quedé sentado a menos de medio metro de Pinheiro, tan cerca que noté que tenía un aliento fresco. "Paraguay es la tierra de la impunidad", me dijo Pinheiro Veiga tras describir una larga carrera delincuencial que lo llevó a convertirse en uno de los principales contrabandistas de armas y drogas de Paraguay a Brasil.
Horas más tarde, fue difícil no interpretar esas palabras como el presagio de una masacre. Poco después de que salí de su celda, Lidia Meza Burgos, de 18 años, fue llevada a la misma habitación, según los policías paraguayos. Con un cuchillo de mesa simple -el que usaba para comer- Pinheiro la apuñaló 17 veces en el cuello, el pecho y la espalda. La joven murió. Los funcionarios paraguayos creen que el asesinato fue un nuevo y macabro intento del traficante por permanecer bajo custodia de las autoridades de ese país y evitar así las condiciones carcelarias más estrictas que enfrentaría en Brasil.
Como corresponsal de guerra y reportero de temas de delincuencia he entrevistado a varios hombres violentos. Pero este episodio fue particularmente cruento y me dejó más alterado que cualquier otro. Desde ese día, he repasado durante horas los fragmentos de mi conversación con Pinheiro Veiga buscando indicios de lo que haría después. He pensado sin descanso en Lidia Meza y en la difícil decisión que enfrentó para entrar a los dominios de un hombre con tantos crímenes horripilantes en su haber. También he pasado mucho tiempo reflexionando sobre la industria del narcotráfico, un flagelo que ha ensombrecido mi vida desde la infancia.
Pinheiro Veiga lucía descansado cuando me saludó, con la camiseta amarilla de la selección de fútbol de Brasil. En su celda había una televisión, un frigorífico y un microondas. Nuestra conversación se centró en un inicio en Río de Janeiro, ciudad en la cual Pinheiro Veiga creció y que ha sido mi hogar desde 2017. Mencionó que sus padres eran de clase media baja y que fue criado en una favela. De 43 años, dijo que empezó a delinquir a mediados de los años '90, cuando un grupo de vecinos lo invitó a unírseles para robar autos. "Quería aventura", me dijo, y dejó claro que en su familia, aunque era de origen modesto, nunca había habido carencias.
La aventura duró poco. Pinheiro Veiga fue arrestado en 1997 y sentenciado a 26 años de cárcel tras ser declarado culpable de robo a mano armada y otros delitos. Sus primeros días tras las rejas fueron tal vez los más formativos de su carrera, según me explicó. Estar en prisión junto a homicidas y secuestradores sentenciados hizo que concluyera en poco tiempo que para sobrevivir y prosperar en prisión necesitaba forjar alianzas estratégicas. Transcurrida una década en la cárcel, Pinheiro Veiga obtuvo permiso para salir de la prisión durante periodos cortos. Se escapó en la primera oportunidad que tuvo, en 2007. Las relaciones que hizo en prisión allanaron el terreno para que asumiera una serie de cargos de liderazgo en el Comando Rojo. En 2012, cuando las autoridades avanzaban con un ambicioso plan para restablecer el control en partes de Río de Janeiro que hacía mucho tiempo estaban en manos de los narcotraficantes, Pinheiro Veiga se sintió demasiado expuesto y decidió que era tiempo de un cambio importante. "Vine a Paraguay porque era mi única opción", dijo.
Inicialmente, estableció operaciones en Ciudad del Este, un bullicioso pueblo fronterizo que es una de las mecas mundiales del contrabando.
El brasileño comentó que, durante la mayor parte del tiempo que pasó en este pequeño país sin salida al mar, Paraguay era un paraíso para los criminales. Los sobornos a los altos mandos de la policía eran tan generalizados, dijo, que las tarifas de pago para los comandantes de diversos rangos básicamente estaban institucionalizadas.
Pinheiro Veiga afirmó que a un oficial de policía de alto nivel se le hacía un pago inicial de 100.000 dólares para sentar las reglas y generar confianza. El mismo oficial recibía 5.000 dólares mensuales, mientras que a cada uno de sus subordinados se le pagaban 2.000 dólares. A cambio, recibía información cada vez que las autoridades estaban a punto de realizar redadas para buscarlo, lo cual le permitía estar siempre un paso adelante de los policías cuando organizaba envíos de paquetes de cocaína y armas al otro lado de la frontera.
Sin embargo, eso se acabó en diciembre de 2017, cuando oficiales de la Administración de Control de Drogas estadounidense (DEA) compartieron información de sus andanzas con oficiales paraguayos.
Pinheiro Veiga describió sus hazañas con un sorprendente sentimiento de orgullo. Le pregunté si se sentía responsable, al menos en parte, por la violencia epidémica que padece Brasil, donde fueron asesinadas 63.000 personas en 2017, una cifra récord.
"No me gusta ver muerte", admitió. "No me satisface la muerte. Pero por desgracia en esta guerra esas cosas pasan".