La imprescindible autonomía de la Justicia

La imprescindible autonomía de la Justicia
La imprescindible autonomía de la Justicia

Todos aquellos hombres públicos que van siendo acusados de corrupción en su paso por el Estado, suelen recurrir, en la inmensa mayoría de los casos, a refugiarse detrás de su función como si se tratara de un escudo o un salvavidas para disculpar sus presuntos delitos.

En efecto, cada imputado, procesado o condenado dice, en primer lugar, que no se lo castiga por lo que hizo mal sino por los intereses que lesionó al cumplir con su deber. Y en segundo lugar, atribuye su acusación a un complot por el cual la Justicia sometida al poder político hace lo que éste le ordena, que siempre suele ser lo de atacar a sus adversarios.

Para dar un ejemplo contundente, nada más claro que el caso del exvicepresidente de la Nación, Amado Boudou, que no sólo denuncia una trama política en su prisión sino que aprovecha la misma para calificarse de víctima, o incluso de héroe, y se propone como candidato a algún cargo político para las próximas elecciones, como si los impresionantes hechos de corrupción que se le atribuyen -y de los que existen pruebas sorprendentes- se trataran de una cucarda que otorga méritos en este país donde el paso por la función pública suele estar teñida en infinidad de casos por tramoyas delictivas, a las cuales se las disimula como “hechos políticos no judiciables”, haciendo gala de un cinismo a toda prueba.

De ese modo, no sólo en la Argentina sino también en toda América Latina, luego de una década en que se malgastaron los recursos que podrían haber transformado positiva y significativamente a nuestro continente, los responsables de tamaño latrocinio ahora gritan a los cuatro vientos su condición de víctimas de los nuevos poderes políticos aunque las pruebas que la Justicia, a medida que se libra de los compromisos o sujeciones, va descubriendo o poniendo sobre la mesa, son contundentes, lapidarias e indiscutibles.

Esos dirigentes corruptos pudieron hacer lo que hicieron porque lograron que una proporción enorme de jueces y fiscales los respaldaran o miraran para otro lado mientras cometían sus desmanes.

Por eso, como para ellos la justicia y la política mientras gobernaron era la misma cosa, es que ahora no pueden aceptar que no siga siendo igual, y que todas las acusaciones judiciales que les efectúan no sean sino meras maniobras de otros políticos que desean vengarse de ellos o eliminar a opositores que mañana pueden volver a discutirles otra vez el poder.

Vale decir, para los acusados de corrupción no puede ni siquiera ser imaginable la existencia de una Justicia independiente del poder político porque ellos nunca lo entendieron así mientras gobernaban.

Sin embargo, la única posibilidad en serio de que la República no sucumba ante los nuevos males que corroen a la democracia es que la justicia se instale firmemente como la última garantía de todos los derechos, individuales y colectivos, sociales y humanos.

Que cuando se vayan agotando las reservas políticas por la claudicación de sus integrantes, sea desde la institucionalidad judicial donde se pueda actuar implacablemente contra todos los que esquilmaron los bienes públicos en nombre de las razones que fueran.

En síntesis, sólo si el Poder político y el Poder Judicial son capaces de lograr la contundente autonomía que nuestras constituciones imponen, se podrá salvar a la República y a la democracia del cáncer de la corrupción, que cada vez más avanza haciendo estragos en nuestros países..

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