El anterior Gobierno nacional supo tener profundos prejuicios acerca de la evaluación educativa tanto en alumnos como en docentes, o en general acerca de la influencia de la misma en el funcionamiento del sistema educativo.
Si las mediciones eran internacionales afirmaban que no respetaban las características locales y que por eso casi siempre salían mal, incluso peor que la de los países vecinos cuando, con o sin evaluación, durante el siglo pasado fuimos, de lejos, los latinoamericanos más avanzados en educación y supimos hasta contarnos entre los mejores del mundo. Y hoy apenas promediamos la mediocridad.
Si las mediciones eran nacionales, aun así se las objetaba en particular porque significaban premios y castigos, o sea incorporar una lógica “de competitividad privada” en la educación pública cuando, además de medir lo que se enseña y aprende en términos cuantitativos, sostenían, también había que hacerlo en sentidos cualitativos.
Pero lo cierto es que detrás de todas estas argumentaciones con sesgo ideológico, se encontraban reales razones políticas: la de que efectivamente la educación estaba deteriorada y el gobierno se encontraba impotente para mejorarla. No estaba entre sus prioridades. Entonces, era mejor no conocer, tapar la verdad.
Por lo tanto, un programa y un proyecto cierto de transformación educativa que permita a la Argentina acercarse a los estándares que supo tener, pero con contenidos y métodos actualizados, requiere contar con un permanente sistema de evaluación acerca de metas y resultados para no avanzar a ciegas.
Sobre todo, es imperioso acabar con todos estos ideologismos que consideran elitista a la evaluación porque se supone que los estratos ricos miden mejor que los pobres y entonces es preferible no mostrar la realidad para no “estigmatizar”.
Porque el sentido de una buena evaluación va mucho más allá e incluso por otro camino al del otorgamientos de premios y castigos. De lo que se trata es de comparar, aprender e imitar cuando sea necesario.
Si bien el factor económico es condicionante para un mejor rendimiento, no es en absoluto determinante y lo cierto es que en infinidad de casos, escuelas, maestras y alumnos con similar condición social, logran resultados absolutamente diferentes e incluso a veces instituciones educativas de zonas poco privilegiadas obtienen mejor resultados que otras de más elevada posición socioeconómica.
Allí es cuando el factor humano hace su aparición. Así como es bueno comparar lo que ocurre en los países más exitosos en materia educativa, tan bueno o mejor es analizar las experiencias más positivas dentro de la crisis argentina. Porque eso nos puede dar una orientación, un rumbo que quizá pueda generalizarse, al menos en una significativa medida.
Además hay que tener en cuenta que más allá del contexto social y los resultados educativos, las pruebas evaluativas son necesarias para determinar resultados objetivos a los que se aspira a llegar y cuán lejos se está de ellos porque, luego, cuando el egresado busca trabajo, no se lo elegirá según de donde provenga sino de acuerdo a lo que sabe, y en ello no se tendrá en cuenta sino su mayor o menor conocimiento objetivo y su mejor o peor capacidad.
Es por eso que toda comparación nacional e internacional siempre es útil porque nos indica qué es lo que la sociedad, el mercado, el Estado, todos los demandantes de trabajo requieren.
Aún más allá de las razones laborales, tener clara idea de cómo marcha nuestro sistema educativo y evaluarlo con continuidad, más allá de gestiones y gobierno, nos da herramientas vitales para el seguimiento particularizado y colectivo de nuestros educandos, tanto en sus necesidades cuantitativas como cualitativas, laborales como valorativas.
En síntesis, que todas las modernas herramientas que nos permitan tener un mejor diagnóstico educativo implican un punto de partida esencial para mejorar al sistema.