Quienes siguen estas columnas ya saben que suele haber una anual sobre la imparable escalada armamentística a que me somete con sus regalos de Reyes mi colega Pérez-Reverte.
Ya conté que en los anteriores había ascendido un peldaño, y, tras varios de cuchillos, revólveres y pistolas, se había inclinado por un arma larga, un fusil desmontable o pistola ametralladora Sten, según los pedantes términos de mi amiga y colaboradora Mercedes, que por un azar se convirtió en experta y no perdona un vocablo inexacto.
Tanto ella como Aurora como Carme, las personas que más me ven en mi casa, se mofaron de lo lindo y me anunciaron un bazuca o un cañón para los siguientes Reyes. Este año Pérez-Reverte, muy generoso, me amenazó con un incremento de potencia y tamaño, en efecto. (Como siempre, y para que los puritanos no pongan el grito en el cielo, conviene advertir que son réplicas perfectas, y que no disparan.)
Le rogué que se abstuviera: los subfusiles y rifles ocupan un sitio del que carezco en mi casa, y además apelé a su ejemplo: hace unos meses AP-R me invitó por fin a su domicilio, junto con nuestro amigo Tano y el excelente periodista y poeta Antonio Lucas. Y, en contra de lo que yo suponía, descubrí que no le cuelgan de los techos aviones Messerschmidt ni vi la piscina invadida por submarinos. Es más, ni siquiera vi armas de fuego, tan sólo blancas.
Eso sí, imponentes. Aparte de una vitrina con dagas y puñales varios, el Capitán Alatriste posee una fantástica colección de unos sesenta sables de caballería auténticos, en perfectos estado y orden. Como los tres convidados apreciamos los objetos que no callan enteramente su pasado, AP-R tuvo a bien mostrarnos unos cuantos.
No sé por qué, insistía en que fuera yo quien desenvainara las piezas (quizá porque soy zurdo), y cada vez que sacaba una espada veía cómo Tano y Lucas retrocedían un par de pasos, temerosos de que mi brazo calculara mal las distancias y cometiera un estropicio. Una colección fantástica, ya digo.
Así que se avino a limitarse a las pistolas. Quedamos temprano en un restaurante que él frecuenta, para que no hubiera comensales que pudieran atragantarse cuando me entregara su joya, una pistola automática Colt M1911. Yo le correspondí, como siempre, con algo más civil, el libro “The British Spy Manual”, un facsímil de la guía que destinó el Ministerio de la Guerra a los comandos secretos de la Segunda Guerra Mundial, con fotos e ilustraciones de los ingeniosos utensilios de que se valían aquéllos en sus arriesgadas misiones, incluidas las herramientas mortales.
Pero a la pistola de Reyes: fue un modelo inventado por el famoso diseñador mormón John Moses Browning, con un fin en verdad mortífero: tras la toma de las Filipinas a España en 1898, no pasaron demasiados años antes de que los líderes religiosos musulmanes del archipiélago declararan la guerra santa (la yihad, vamos) a sus "libertadores", con la consiguiente y consabida promesa del paraíso inmediato para cuantos cayesen en combate.
Y así surgieron los llamados "Moros de Filipinas" o "Juramentados", guerreros tan feroces y suicidas que, armados sólo con machetes, se abalanzaban a la carrera contra los soldados estadounidenses. No sólo los animaba su fe, me explicó Arturo, sino sustancias alucinógenas que los hacían creerse invulnerables. Y en parte lo eran momentáneamente, en efecto. El revólver reglamentario que utilizaban las tropas americanas era del calibre .38 long colt, cuyo "poder de parada" era escaso.
Por "poder de parada" se entiende capacidad para frenar en el acto y dejar seco al atacante. Aquellos "Juramentados" lograban llegar con sus machetazos hasta los soldados aunque éstos les hubieran descargado las seis balas de su revólver, tal era su ímpetu.
El ejército observó que algunos afortunados que aún poseían el viejo Colt M1873 (el clásico del Oeste, también regalo de AP-R hace unos años), de calibre .45, conseguían parar al fanático al primer tiro. Así que el nuevo Colt M1911 adoptó dicho calibre. El arma resultó tan eficaz que no fue jubilada hasta 1985, y fue empleada en las dos Guerras Mundiales, en la de Corea y en la de Vietnam, nada menos. Y, claro, también la usaron numerosos gangsters.
Llegó el momento de que Arturo me enseñara su funcionamiento, y el restaurante estaba a rebosar, no era cuestión de provocar una estampida. Nos acercamos hasta el portal de mi casa, y allí estábamos amartillando y apretando el gatillo como dos críos de antaño o quizá dos idiotas, cuando salió del ascensor una joven que nos miró aterrorizada (ya digo que las réplicas son perfectas: de haber sido ella un policía de Ferguson o Chicago nos habría acribillado allí mismo sin preguntar, a buen seguro). Nos apresuramos a apuntar hacia el suelo y decirle: "No se asuste, es de mentira, no dispara".
"Menos mal", contestó ella con nerviosismo y apretando el paso hacia la salvadora calle, casi espantada. En fin, no hay año en que, gracias a la generosidad de mi colega AP-R, mi reputación no mengüe. Es fácil que la joven haya alertado a todo el vecindario de que vive un majadero belicista en la escalera. No sé si son imaginaciones mías, pero empiezo a notar que alguna gente del barrio, que antes me saludaba con amistosidad, murmura un apresurado "Buenos días, caballero" y pasa a toda velocidad a mi lado. (Lo de "caballero" debe de ser irónico.) Me preocuparé muy en serio cuando alguno me ofrezca su cartera y levante los brazos rindiéndose, antes de mediar palabra.
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