La Cuaresma es un tiempo muy particular para los cristianos, porque su sentido y desafío es adentrarnos en lo hondo de nuestra fe y retomar un camino que nos debería llevar a un “nuevo modo de vivir”, a la Pascua.
Necesitaremos crear un ambiente que acalle, lo más posible, todo aquello que no nos permita “entrar en lo íntimo de nosotros mismos” como personas y como comunidad cristiana- y seguir el consejo del mismo Jesús a la hora de entrar en contacto con lo divino: “Tu entra en tu habitación y cierra la puerta y allí, en silencio y meditación, habla con tu Padre”.
Muchos de mis sentimientos y expresiones trasuntarán, y serán acordes, con lo que expone el español Pedro Miguel Lamet al confiarnos cómo él está viviendo este crítico momento por el que está transitando la Iglesia Católica a nivel internacional.
No recuerdo, en toda mi vida, que ya es larga, pasar por un período de desolación eclesial tan fuerte como el que estamos viviendo. Hace ya muchos, muchos años, en que la Iglesia era vista como intocable o así lo parecía
Es más, estaba bien visto ser sacerdote o religioso/a y la sociedad protegía, hasta con exceso, a todo lo que representaba la Iglesia. Tuvo que venir la revolución renovadora del Vaticano II y la crisis posterior, donde estalló el no pensar y sentir “como estaba mandado” y donde se estrenó la libertad y la vuelta a la autenticidad del Evangelio.
Pero, aún en aquella época de dispersión y defecciones, el interés por lo religioso llegó a ser espectacular. Recuerdo cuando los periódicos dedicaban páginas enteras a aquel florecimiento de la teología, las editoriales polemizaban para publicar libros sobre esta temática y los nuevos líderes de fe ocupaban portadas y programas de televisión.
Después llegó la secularización, que fue arrinconando y purificando la fe en todas partes y la Iglesia fue perdiendo, a grandes zancadas, su protagonismo. La noticia religiosa pasaba a las segundas y terceras páginas y los obispos y sacerdotes se convertían en un guardián informativo al ritmo de los casos más escandalosos o de los conflictos Iglesia-Estado.
Ahora nos encontramos en una etapa que podríamos llamar de “desolación y desprestigio”. Nunca en los tiempos modernos había pasado la Iglesia por un purgatorio como el presente en el que la noticia escandalosa predomina de forma omnipresente en los medios y se ha abierto la caza del cura y del religioso, sobre todo por los abusos de pederastía.
Como una bomba escondida que las fuerzas ocultas de la Iglesia se habían esforzado en evitar que explotara, esa carga ha estallado de pronto de forma espectacular. Con ella se levanta una ola de imagen funesta, desde luego, pero también se oscurece lo que de bien, servicio, entrega desinteresada y amor auténtico se sigue desarrollando en la Iglesia.
Afortunadamente Dios no deja nunca de ocuparse de su pueblo y, al mismo tiempo, ha suscitado en la Iglesia una figura señera, por su sencillez, credibilidad y fuerza, que es el papa Francisco, cuyo sexto año de pontificado acabamos de celebrar. No solo está luchando para purificar la Iglesia, incluso contra fuerzas adversas muy cercanas a él, sino que él mismo es un icono mediático que ofrece esperanza incluso a aquellos que carecen de fe. Aceptando, desde luego, que muchos/as no piensan ni sienten de esta manera.
Está claro que el camino de la desolación va a ser largo, porque queda mucho por destapar, limpiar, convertir, resucitar. Pero ya se apuntan algunos frutos:
* Primero de “humildad y sinceridad”, especialmente para una jerarquía y un clero que se “lo habían creído” y abusaban de su poder y de su falso prestigio.
* Pero también de “confianza”. Cabe recordar la frase del padre Pedro Arrupe, superior general de los jesuitas: “Nunca quizás estuvimos tan cerca de Dios, porque nunca estuvimos tan inseguros”. Y nunca deberemos olvidar que el Evangelio “nace y crece desde lo pequeño” (el grano de trigo y de mostaza).
Algo prepara Dios para su pueblo.