Los estadounidenses son muy detallistas. Pero muy bobos.
“Él tiene un índice de aprobación de 82%”, señaló Donald Trump durante el foro “comandante en jefe” de la semana pasada, en referencia a Vladimir Putin, quien encarcela a algunos de sus opositores mientras que algunos de los periodistas que no le caen bien acaban en la morgue. ¡Pero miren nada más esas cifras! ¿Qué importa un poco de sangre en las manos cuando se tiene un índice de aprobación como ése?
Vale la pena detenernos en la frase de Trump, pues es la clave de lo que impulsa y guía su campaña presidencial. Es lo que lo delata.
Para él, el único objetivo de los cargos políticos es la adulación y ésta es la única prueba del valor de una persona. La rectitud pasa a segundo plano. La ética es un lastimero sustituto del aplauso. No importa de qué forma pueda encenderse a una multitud en tanto él pueda regodearse en el aplauso.
Ese es el fundamento de Trump; mejor dicho, su terrible falta de fundamento. Por eso que vira de un pronunciamiento al opuesto y de una posición a su contraria. Es por eso que dice mentiras con tanta facilidad y soltura. Él no revela la sustancia de lo que está diciendo o haciendo; está midiendo la reacción, y si es positiva -en dominio de los medios o en la supremacía en las encuestas- significa que su rumbo es correcto. Si Trump está en el cielo, todo está bien en la Tierra.
Él no está confundido con la inmigración. Está confundido con la forma de extraer la mayor cantidad de amor al tema.
Se enamoró tanto de un muro magnífico e inexpugnable a lo largo de la frontera con México porque los votantes en las elecciones primarias que atiborraban sus actos se volvieron locos con la idea. Era como una rata de laboratorio que empujaba una palanca y obtenía precisamente la medida de reverencia que tanto ansiaba, así que siguió presionando, una y otra vez, cada vez más fuerte. “¡México va a pagar por el muro! Y mientras tanto, voy a atrapar y a deportar a todos los ilegales. Y ya que estamos en eso, de una vez hay que expulsar a los musulmanes!”.
Si hubiera obtenido la misma reacción orgiástica prometiendo leche gratuita a todos los niños desnutridos del mundo en desarrollo, hubiera organizado toda su campaña en base a una nueva era de la diplomacia de la lactosa y hubiera elegido a una vaca lechera como compañera de fórmula.
En cierto sentido, él es como un espejo deformado que refleja la inconstancia, la vanidad y la inseguridad de casi todos los políticos. Pero la distorsión es extrema. Desde el inicio de su campaña, ha exhibido una obsesión casi patológica por la postura de personas y organizaciones en el voluble (y corruptible) tribunal de la opinión pública. Cuando sus insultos no son por el aspecto físico son por la popularidad.
Un locutor es incompetente porque su programa no es el número 1. Un periódico no es confiable porque su margen de ganancias es bajo. Jeb Bush no estaba preparado para la presidencia porque los votantes no se desmayaban por él. Trump merece el puesto pues más gente corea su nombre.
¿Políticas detalladas? Eso puede venir después. ¿Dominio de los temas? Ya los dominará a su debido tiempo. ¿Una operación de campaña de avanzada? Cualquier memo puede organizarla. Trump aventaja en las encuestas. Ninguno de los aburridos preparativos o calificaciones para el puesto les llega a los talones a eso. La idea de mérito intrínseco le es ajena. Los números dictan el veredicto final y los números no mienten.
Solo que sí mienten. El elevado índice de aprobación de Putin existe en un contexto de intimidación y miedo. No hay forma de saber cuántos rusos se sienten con la libertad de decirles su verdadera opinión a los encuestadores. No es posible exagerar el volumen de la propaganda a la que están sometidos. No hay forma de ajustar las cifras a las medidas extremas que toma Putin para atizar el fervor nacionalista y hacer que los rusos entren en un estado de adoración hacia él.
Da miedo que Trump sea ciego a todo eso. Pero que esté consciente de eso da aún más miedo.
Varios republicanos que tienen tratos con él me dicen que es del todo imposible determinar cuándo sus declaraciones más ultrajantes y deplorables se deben a que se le cae la máscara o a que se la pone. Pues con Trump lo único que cuenta es la situación y el público. Y si el público indica su inclinación a aceptarlo, él recita las frases que le garantizan ese abrazo. No importa que el libreto esté lleno de odio. No importa que cause daños.
Trump elogia a Putin porque Putin a su vez lo elogia, o al menos eso supone. “Si él dice cosas buenas de mí, yo voy a decir cosas buenas de él”, le dijo a Matt Lauer en el foro.
Pero el cumplido en cuestión está abierto a debate. Como explicó recientemente Steven Lee Myers de The Times, la palabra que usó Putin para referirse a Trump en ruso no solo significa “brillante”, que es la interpretación de Trump, sino también “colorido” y “extravagante”.
Pero Trump solo escucha lo que quiere escuchar. Basa su consideración por los demás en la consideración que tengan con él. Juzga las acciones de los demás en términos de los beneficios que puedan acarrearle. Cuando ofende a los mismos senadores republicanos en cuya campaña de reelección él debería estar ayudando, lo hace por lo general debido a que no lo han bañado de elogios ni se arrodillan cuando él se les acerca. Ningún pecado es más grave que atentar contra la imagen de Donald Trump. Y ninguna causa es más noble que su elevación.
Desde hace tiempo se viene jactando de que tiene un plan para derrotar e EI. Pero se ha comprometido a no revelarlo porque Obama podría llevarlo a cabo y llevarse el crédito. Sigan ese razonamiento. Está diciendo, ¿qué importa si entre tanto se pierden vidas?, por lo menos el aumento en las encuestas no será para el presidente.
Por supuesto que no tiene ningún plan; es solo un fanfarrón cacareando sin estar poniendo. Por supuesto que no le importa que Putin pueda estar manipulando la elección presidencial de EEUU -cosa que en algún momento incluso fomentó- pues supone que esa manipulación lo va a favorecer a él.
Se haría pasar por fascista si ese fuera el camino al trono. Tejería las historias más ridículas si esas mentiras le abrieran la puerta. Y, en caso de que llegara, proclamaría ese triunfo como evidencia misma de que es valioso. Y después haría cualquier cosa que fuera necesaria para seguir sintiéndose tan afirmado como él quiere y tan invulnerable como lo necesite. El rating es la rectitud y él ha encontrado su modelo en el Kremlin, ¡quién lo diría! Ochenta y dos por ciento o nada.