El gran terremoto de 1861 en la Ciudad de Mendoza no sólo sepultó la tercera parte de la población, también contribuyó a un proceso de desaparición de historias y memorias del "bajo pueblo" de color: negros, mulatos, zambos.
Después de 1861 se irguió al pie del Ande una Mendoza nueva, que olvidó que esos grupos sociales contribuyeron a forjar su sociedad, cultura y economía. La refundación implicó no sólo un traslado de las instituciones cívicas (las religiosas se levantaron sobre los mismos predios) y de las familias tradicionales y los bienes mejor preciados hacia el Oeste del Tajamar, canal que corría a la par de la actual avenida San Martín, sino también una construcción social de la antigua ciudad, centrada en el área fundacional, como representación de un pasado colonial enterrado por la Revolución de 1810 y de un presente que albergaba ruinas, conventillos y casas de mala vida, inmigrantes pobres, desorden social y todo lo que se deseaba dejar atrás. Al tiempo que la nueva ciudad se constituía como representación del orden, el progreso, la civilidad, la nación moderna y la nueva sociedad argentina -eurodescendiente-.
Al referirse al olvido de "nuestra historia morena" el historiador José Luis Lanuza dijo: "Hay una muchedumbre de fantasmas de negros que se levantan en la historia argentina" (Morenada, 1967). Algunos años antes de que Lanuza enunciara esa metáfora, el historiador, escritor y folclorista Juan Draghi Lucero escribía en el Cancionero Popular Cuyano (1938): "Hay una deuda latente, deuda que fue mal pagada por la sociedad criolla con el hombre de color". Se refería a una deuda por el aporte de sangre a la guerra de la independencia, y reclamaba al criollo su autoproclamación europeísta en detrimento del elemento indígena y negro. La reivindicación mestiza de este etnólogo de las tradiciones cuyanas no alcanzó, sin embargo, para hacer objetivo en el Cancionero aquello que él mismo definió como un folclore "huidizo entre sombras hurañas", "disforme, de belleza desconcertante, con raíces precolombinas, asiáticas y africanas".
En los años en los que se fraguaba la independencia argentina, en Mendoza una de cada tres personas era negra o mulata, algunos de ellos eran todavía esclavos (la abolición se decretó en 1853) pero la población libre de color crecía y se mestizaba a ritmo constante desde fines del siglo XIX. Esos fenómenos demográficos implicaron una presencia relevante de negros y mulatos en el espacio de la ciudad, acceso a la propiedad, integración en las instituciones religiosas y cívicas (como las milicias urbanas). Todo esto fue indisociable de una creciente "ocupación" de la ciudad: estar, transitar, sociabilizar.
Negros y negras se reunían en la pulpería donde compraban, se tomaban unos tragos, jugaban una partida de naipes, tocaban una cueca o cruzaban versos. Intercambiaban miradas y algunas palabras luego de la misa, conversaban en las inmediaciones de las iglesias, se detenían a intercambiar informaciones en la calle, rumoreaban en las plazas, en los cuarteles, en las viñas. Se reunían en un calabozo a hacer música de su tierra, se juntaban en la casa de un paisano a conversar, enseñar, aprender. Incluso alguna vez a organizar una revuelta o hasta un levantamiento armado de esclavos para hacerse libres (1812).
Si todavía se cree que la historia de los negros es, como decía Lanuza, la "historia del tercer patio, cuando las casas tenían tres patios", es porque así la contaron durante mucho tiempo los narradores del pasado. Desde otro enfoque, a través de la Cartografía de Indígenas, negros y mulatos en Mendoza (http://incihusa.mendoza-conicet.gob.ar/aborigenes) que elaboramos recientemente como parte del proyecto "Patrimonio cultural de Mendoza", del Instituto de Ciencias Humanas Sociales y Ambientales (CCT Conicet Mendoza), se busca representar en el escenario urbano la presencia de esos otros que legaron su cultura, sus memorias, y hasta en algunos casos sus nombres a la toponimia de la ciudad (Barcala, Goaymalle). Esa cartografía invita a recorrer la ciudad con un poco de imaginación histórica y sensibilidad para apreciar el patrimonio cultural intangible.
Probablemente el coronel negro Lorenzo Barcala caminó la calle que hoy lleva su nombre en la Capital, pero al caer la tarde este mulato descansaba debajo de una higuera en la calle Chacabuco entre Salta y Rioja, donde vivió entre 1833 y 1835. Muy cerca, hacia la calle Federico Moreno, estuvo durante mucho tiempo el Cuartel de Infantería, donde el Cuerpo de Cívicos Pardos (mulatos), que Barcala comandó hacia 1825, se instruía y organizaba sus acciones de defensa de la ciudad. En esa misma cuadra se alzaba el Convento de Santo Domingo, donde el mulato Fernando Guzmán tocaba el piano con una maestría que le dio fama de ser el "Juan Bach de la América española". Donde ahora se cruza Montecaseros con Alberdi vivían algunos esclavos de la orden de los agustinos, que además de servir en el Convento lo hacían en la hacienda El Carrascal, subsuelo de la Ciudad Nueva, con su centro en el actual Centro Cívico. Allí se revelaron en varias oportunidades contra sus propietarios, quienes explotaban muy bien la industria de la alfarería con mano de obra esclava. Gran repercusión pública alcanzó una "revolución de los esclavos de este pueblo, contra sus amos y el gobierno" (tal como definieron el hecho los letrados en un expediente criminal), frustrada a tiempo por las autoridades. Ese levantamiento se pergeñó durante la vendimia de 1812, en pulperías, encrucijadas, fandangos, viñas, encuentros secretos y conversaciones en lenguas africanas.
Al menos desde la refundación de Mendoza, post 1861, las representaciones hegemónicas acerca de quiénes somos sepultaron la presencia y relevancia social de los negros -y los indígenas- durante el período colonial y el siglo XIX, e invisibilizaron sus herencias materiales e inmateriales. Reinterpretar y cartografiar ahora esas presencias es una forma de restituir la historia social de esos grupos y de hacer visibles sus legados.