Con Belgrano al mando del Ejército del Norte se incorporó a las filas Eduardo Kaillitz, barón de Holmberg, de quien el General Paz fue nombrado ayudante. El aristócrata llegó al Río de la Plata en el mismo barco que San Martín y poseía una preparación igualmente estricta, aunque en su caso era fruto de las instituciones militares prusianas y no de las españolas. La invasión napoleónica a España lo encontró prestando servicio a dicho país y terminó refugiado en Cádiz. Hacia 1811 era parte del círculo de Alvear en Londres y fue así como terminó en la Argentina. Además de militar,
Holmberg era un apasionado botánico, vocación heredada por sus descendientes. De hecho, su nieto Eduardo Ladislao Holmberg fue un destacado botánico y el primer director del Zoológico de Buenos Aires.
Manuel Belgrano admiraba al barón y daba espacio a sus consejos ciegamente, sin cuestionarlos. Pero el prusiano no se hizo querer por las tropas, a las que mortificó con “enseñanzas” brutales. Buscó impedir “malas costumbres” como la siesta y castigó a todos con “cincuenta palos”, tal el apodo que sus soldados le otorgaron. Chocó pronto con los indisciplinados hombres del Ejército del Norte que, comandados por Dorrego, intrigaron en su contra y lograron apartarlo. Tras la Batalla de Tucumán fue culpado de autoinfligirse una herida en la espalda para dejar el campo de batalla. Al respecto señala Paz: “La herida era cierta (...) pero no es creíble que él mismo se la hiciera, pues, en este caso, era más cómodo y natural que la hubiera practicado en el frente. Lo que había de más verdadero era que el barón se había hecho malquerer, y que Dorrego, que se había declarado su enemigo, y otros, gritaron a voces contra él, y que el general Belgrano tuvo que sacrificarlo a las circunstancias”.
Más allá de los tratos poco civilizados del barón llama la atención que uno de los puntos conflictivos fuese la siesta. Bueno, quizás a los mendocinos no tanto.
La palabra “siesta” viene de “sexta” en referencia a la “hora sexta romana” -a eso de las 14-, momento del día en el que los romanos realizaban una pausa para retomar fuerzas. Este antiguo pueblo no dividía el día en 24 partes iguales durante todo el año. Se preocupaban por aprovechar las horas de luz. Por lo tanto, las horas resultaban más largas durante el verano. La división de cada jornada se inspiraba en la naturaleza, de allí heredamos términos como “Media nox” (media noche) y “Meridies” (medio día).
La siesta ambientaliza uno de los momentos claves para el culto cristiano. Tres evangelistas -Mateo, Marcos y Lucas- señalan que la crucifixión de Jesús sucedió en horas de la misma. Leemos en Lucas 23.44: “Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra”.
Seis siglos más tarde, San Benito de Nursia tomó este horario tan significativo para “santificar la siesta” en el artículo 48 de su regla, señalando qué debían hacer los monjes durante ese período:
“Desde Pascua hasta el catorce de septiembre, desde la mañana, al salir de prima, hasta aproximadamente la hora cuarta, trabajen en lo que sea necesario. Desde la hora cuarta hasta aproximadamente la hora de sexta, dedíquense a la lectura. Después de Sexta, cuando se hayan levantado de la mesa, descansen en sus camas con sumo silencio, y si tal vez alguno quiera leer, lea para sí, de modo que no moleste a nadie. Nona dígase más temprano, mediada la octava hora, y luego vuelvan a trabajar en lo que haga falta hasta Vísperas”.
Más allá de lo cultural o religioso, y como gran parte de nuestras tradiciones, la siesta posee un trasfondo biológico. Es natural que después de una comida copiosa el cuerpo entre en un estado de somnolencia. La dieta de gran parte de Europa -al ingerir gran cantidad de alimento durante el almuerzo- hizo propicia dicha costumbre y durante el siglo XVI España la llevó consigo en sus barcos de conquista.
Gracias a las memorias de José Antonio Wilde sabemos que en Buenos Aires se trataba de una práctica popular a principios del siglo XIX, aunque a finales del mismo estaba en franca decadencia:
“Inmediatamente después de comer -señala Wilde-, se dormía la siesta y a ella se entregaba toda la población, si exceptuamos los muchachos que daban impropio trabajo a sus madres para conseguir que durmieran; y cuando conseguían éstas que aquellos hicieran un simulacro de siesta, apenas la madre era presa de Morfeo, ellos se escurrían e iban a hacer sus travesuras dentro y aun fuera de la casa, saltando las paredes del vecino, y cayendo al huerto a robar fruta.
“Como hemos dicho, toda la población dormía; las puertas se cerraban y las calles quedaban desiertas, circunstancia, probablemente, que indujo, según se cuenta, al doctor Brown, a decir: en las calles de Buenos Aires no se ven en las horas de siesta, sino los perros y los médicos”.
Por supuesto, Mendoza no fue ajena durante los albores de la Patria de su característica siesta. Al respecto escribió sir Francis Bond Head al visitar la provincia en la década de 1820:
“Era realmente singular pararse en una esquina y encontrar en todos los rumbos soledad tan completa en medio de una capital de provincia. El ruido producido al caminar era semejante al eco que se oye cuando uno pasea solo por la nave de una iglesia o catedral, y la escena parecía de las desiertas calles de Pompeya.
“Al pasar por algunas casas siempre oía ronquidos, y, pasada la siesta, con frecuencia me divertía mucho ver despertar a la gente, porque hay infinitamente más verdad y placer en mirar así las escenas de la vida privada que en hacer observaciones formales sobre el hombre vestido y preparado para su desempeño en público. La gente generalmente se acuesta en el suelo pelado o piso del cuarto, y el grupo es a menudo divertido.
“Vi cierto día un viejo (de la gente principal) profundamente dormido y dichoso. Su anciana esposa estaba despierta y sentada en cómodo deshabillé rascándose. Mientras su hija, lindísima criatura de diecisiete años, estaba también despierta, pero acostada de lado besando un gato”.
Luego de regalar a la posteridad tan maravillosa escena, Bond Head explica que por la tarde todo empezaba a revivir. Sus palabras recuerdan a la Mendoza actual, similar en este aspecto a la transitada por muchas generaciones.
Por estos días se discute dar fin a esta particularidad en la provincia, aunque en algunas ciudades del primer mundo -por ejemplo Nueva York- tiene cada vez más adeptos, como un modo de mejorar el desempeño laboral. Veremos qué pasa con nuestra querida y tradicional siesta. Como siempre, será el tiempo el que nos dé las respuestas.