Uno de los muchos lemas tradicionales de Estados Unidos es “E pluribus unum” (De muchos, uno). Se podría pensar que eso se reflejaría en la realidad. Después de todo, no sólo lo político nos une. Compartimos un lenguaje común; la Constitución garantiza el movimiento ilimitado de productos, servicios y gente. ¿No debería esto conducir a una convergencia en la manera en la que vivimos y pensamos?
Sin embargo, de hecho, las últimas décadas han estado marcadas por una creciente divergencia entre regiones en varias dimensiones, todas estrechamente correlacionadas. En específico, la división política también es, cada vez más, una división económica. Como Tom Edsall de The New York Times lo dijo en un artículo reciente: “Los electores rojos y azules viven en distintas economías”.
Lo que Edsall no señaló es que los electores rojos y azules (es decir, los Estados que votaron por el Partido Republicano, rojo, o el Partido Demócrata, azul) no sólo viven distinto, sino que también mueren distinto.
Comencemos con la parte de la vida: las áreas con tendencia demócrata solían parecerse a las áreas con tendencia republicana en términos de productividad, ingreso y educación. Sin embargo, han venido bifurcándose rápidamente; las áreas azules se han vuelto más productivas, ricas y con un nivel educativo más alto. En la reñida elección presidencial en 2000, los condados que apoyaron a Al Gore más que a George W. Bush representaron sólo un poco más de la mitad de la producción económica nacional. En las cerradas elecciones de 2016, los condados que apoyaron a Hillary Clinton representaron el 64% de la producción, casi el doble del porcentaje representado por los partidarios de Trump.
La cuestión es que, la división entre azul y rojo no sólo tiene que ver con el dinero. También se ha vuelto cada vez más una cuestión de vida o muerte.
Cuando Bush era presidente, solía encontrarme gente que insistía en que Estados Unidos tenía la mayor esperanza de vida del mundo. No habían visto los datos, sólo daban por hecho que este país era el número uno en todo. Incluso cuando no era cierto: la esperanza de vida estadounidense ha estado por debajo de la de otros países avanzados desde hace mucho tiempo.
No obstante, la brecha de mortalidad se ha ampliado de manera considerable en años recientes a consecuencia de una mayor mortalidad entre los estadounidenses en edad productiva. A su vez, este aumento en la mortalidad ha sido el resultado principalmente de “muertes por desesperación”: sobredosis de drogas, suicidios y alcohol. El aumento en estos decesos ha conducido a una disminución en la esperanza de vida en general durante los últimos años.
Lo que no he visto enfatizado es la divergencia en la esperanza de vida dentro del país y su estrecha correlación con la orientación política. Es cierto, un artículo reciente del Times sobre el fenómeno, observaba que la esperanza de vida en las áreas costeras sigue aumentando casi tan rápido como la esperanza de vida en otros países avanzados. No obstante, la división regional es mucho más profunda.
Un artículo de 2018 en The Journal of the American Medical Association expuso los resultados de una investigación de los cambios en la salud y la esperanza de vida en los Estados estadounidenses entre 1990 y 2016. La divergencia entre Estados es abrumadora y, como dije, guarda una estrecha relación con la orientación política.
Analicé los Estados que votaron por Donald Trump en comparación con los Estados que votaron por Clinton en 2016 y calculé la esperanza de vida promedio según su población en ese año. En 1990, los Estados que hoy son rojos y azules tenían casi la misma esperanza de vida. No obstante, desde entonces, la esperanza de vida en los Estados de Clinton ha aumentado más o menos a la par que en otros países avanzados, en contraste con la mejoría casi nula en las regiones que simpatizan con Trump. En este momento, los residentes de los Estados azules pueden esperar vivir más que sus connacionales en Estados rojos.
¿Todo esto tiene que ver con las muertes por desesperación en el este central del país? No. Pensemos en nuestros 4 estados con mayor población. En 1990, Texas y Florida tenían una esperanza de vida superior a la de Nueva York y casi la misma que California; hoy, están muy por debajo.
¿Qué explica la divergencia? Ciertamente, las políticas públicas tienen algo que ver, en especial en los últimos años, dado que los Estados azules expandieron Medicaid y redujeron de manera drástica la cantidad de personas sin seguro, en tanto que la mayoría de los Estados rojos no lo hicieron. La creciente brecha en los niveles educativos seguramente también influyó: la gente con más estudios tiende a ser más saludable que la que ha realizado menos estudios.
Más allá de eso, ha habido una divergencia sorprendente en el comportamiento y el estilo de vida que debe estar afectando la mortalidad. Por ejemplo, la prevalencia de la obesidad se ha elevado en todo el país desde 1990, pero las tasas de obesidad son considerablemente más altas en los Estados rojos.
Sin embargo, una cosa que está clara es que los hechos no coinciden en absoluto con el diagnóstico conservador de lo que aqueja a Estados Unidos.
Figuras conservadoras como William Barr, el fiscal general, observan el ascenso en la mortalidad en Estados Unidos y lo atribuyen al colapso de los valores tradicionales, un colapso que, a su vez, atribuyen a las maquinaciones malévolas de “laicos militantes”. El ataque laico a los valores tradicionales, afirma Barr, está detrás de las “tasas de suicidio desorbitadas”, la violencia en aumento y la “mortal epidemia de drogas”.
No obstante, las naciones europeas, que son mucho más laicas que nosotros, no han visto un ascenso comparable en las muertes por desesperación ni un declive en la esperanza de vida como el de Estados Unidos. Incluso dentro de nuestro país, estos males se concentran en Estados que votaron por Trump y han esquivado en gran medida a la mayoría de los laicos Estados azules.
Así que, en definitiva, algo malo le está sucediendo a la sociedad estadounidense. Pero el diagnóstico conservador de ese problema está mal, mortalmente mal. (The New York Times. 2019)