Aunque no la veamos, la grieta siempre está. Por unos pocos días, pudimos creer que en tiempos de pandemia el silencioso enemigo común que es el Covid-19 forjaría razonables alianzas en defensa de la vida. Pero la ilusión fue efímera y bastaron un par de desaciertos de algunos funcionarios para restablecerla en todo su dudoso esplendor.
No hace falta establecer quién lo hizo primero, porque ya no somos niños. Lo cierto es que de una y de otra vereda comenzaron a entrecruzarse imputaciones que fueron subiendo de calibre hasta mostrar el peor de los rostros: el del enojo presidencial con quienes pretenden el ejercicio del más elemental de los derechos, que es el de debatir o, cuanto menos, expresar su opinión.
Unos y otros coinciden en la lamentable práctica de caracterizar al otro como la imagen misma del mal y anatematizarlo como Savonarolas contemporáneos, olvidando quizá que al tristemente célebre monje lo consumieron las mismas llamas que él había alimentado con fruición.
Buena parte de la sociedad argentina es capaz de dar por tierra con el sueño iluminista de que la razón lo puede todo. Agobiados por una angustia que casi no habíamos conocido ni en el peor de los momentos de una tierra acostumbrada a lo peor, doloridos por la casi certeza de que todo será catastrófico, de que hemos retrocedido dos décadas en sólo dos meses, los ciudadanos de este país quisieran ver de sus dirigentes, de quienes tienen responsabilidades de conducción –y en quienes antes las tuvieron–, un atisbo de sentido común y el deseo de contribuir a diseñar lo que no tenemos: planes, proyectos, un norte común.
Respuestas es lo que no tenemos, mientras los peores de la clase dirimen sus diferencias en el fondo del aula, distrayendo a todos y complicando lo ya de por sí trabajoso.
Probablemente por eso, porque carecen de respuestas, unos y otros exacerban ese vano ejercicio pirotécnico que disimula la escasa capacidad de todos, mientras quienes saben pescar a río revuelto hacen su agosto trapicheando sus enjuagues de cabotaje a la sombra de un sistema republicano averiado por una Justicia en vías de extinción y un Legislativo vano y complaciente.
Y muchos, con derecho, sienten que otra vez fueron engañados cuando les ofrecieron un ventajoso cambio de camarote en el Titanic.
La grieta, en suma, es el negocio redondo de unos cuantos a espaldas de una sociedad cansada, que ve cómo el mundo que conocieron se desmigaja mientras en medio del naufragio los inescrupulosos se montan en los únicos botes disponibles.
Y queda claro que el país merece dirigentes mejores, pero aún no sabe dónde encontrarlos.