Las teorías económicas que prevalecieron a partir de los años ‘90 ponían el acento en la globalización lo cual no era otra cosa que la admisión de la realidad. El economista austríaco Peter Drucker ya afirmaba en aquella década que “la globalización es como la lluvia, nos guste o no llegará igual y nos mojará a todos”.
Como ocurre siempre, con la llegada del siglo XXI, el progresismo y las políticas de partidos de izquierda que llegaban al poder de manera democrática, reaccionaban negativamente criticando los costos sociales que la globalización de la economía traía, oponiéndose a ese fenómeno mundial. Es que la globalización prioriza la competitividad, el mérito y la productividad. Todo lo cual aparece en principio como opuesto a la solidaridad. Pero es inevitable, como decía Drucker.
El coronavirus está demostrando la plena vigencia de la globalización, para bien o para mal. La gripe de 1918 que se desató en España y que los historiadores coinciden que se llevó -por lo menos- 50 millones de almas, fue nacional y en mucha menor medida regional. Nunca se globalizó. La tecnología, los progresos de la ciencia, los desplazamientos aéreos, terrestres y marítimos internacionales de millones de viajeros, turistas, empresarios, técnicos, académicos, militares y otros modificaron esa realidad. Un paciente chino de una casi desconocida ciudad (Wuhan) se convirtió en el “paciente cero” y unas semanas después ya había más de 5.000 fallecidos en países distantes como EEUU, China, Francia, Corea del Sur, Irán, Italia, Australia y otros países que semana a semana se van incorporando a la lista. La lista de contagiados agrega ceros a la de los fallecidos.
Las pandemias (”epidemias” internacionales) ya no son más regionales como la gripe española de 1918. Ahora tienen dos características nuevas: la velocidad con que se extienden, y la extensión mundial de sus desastrosos efectos.
Jorge Lidio Viñuela
Diplomático de carrera jubilado