Quienes amamos los libros tenemos la suerte de que en la ciudad de Mendoza permanezca, contra Zondas y heladas, un territorio secreto donde van a parar las joyas bibliográficas huérfanas.
Tomos, volúmenes, panfletos, colecciones, compendios, ensayos que sus dueños desecharon por razones inconfesables o simple desidia.
Textos, mamotretos dedicados por autores a lectores, obras raras con mensajes de amor en el retiro de tapa que nunca llegaron a destino y ahora se entregan en adopción a un precio justo. Ideas, paisajes, angustias, futuros que han ido cambiando de mano a través del tiempo. Páginas leídas y ajadas, impuras, tinta impresa con historia.
Quienes no tememos al subrayado ajeno ni a las manchas de la inteligencia, tenemos nuestro territorio allí donde la vieja Alameda se junta con la urbe moderna.
El calificativo de “usado”, que puesto a los libros que ahí se ofrecen genera en algunos una mueca de asco, para nosotros es valor agregado.
Recorremos con placer los mesones de San Martín y Córdoba. Hablamos de antiguas ediciones con esos sabios personajes que plumerean sus preciadas posesiones en tránsito.
Esos que antes de vender se han leído todo. Esos que no se ofenden cuando a su reserva estratégica la llaman “Feria de pulgas”.
A veces tenemos la tentación de oler las hojas en busca de un aroma antiguo que nos explique cómo alguien pudo haber abandonado así como así al “Padre Brown” de Chesterton, a “La Mano Encantada” de Gerard de Nerval, al temerario “Papillón”, a la Maga tan adorable… Es un acertijo que, si tiene explicación, nunca resolveremos con el e-book o la tablet.
La feria de libros de la Alameda tiene, también, su pasado. A principios de los años '80, cuando la estatua de Fray Luis Beltrán estaba emplazada justo en la esquina del Paseo y los aromos gigantes no habían sido talados, un grupo de jóvenes escritores tomamos el sitio por asalto y desparramamos nuestros libros sobre mantas para llamar la atención, vender algo y seguir publicando.
Es que las librerías grandes del centro no aceptaban exhibir nuestros cuadernillos artesanales, y nos moríamos por compartir nuestra voz.
Al principio nos corrieron los municipales, pero insistimos. Hasta que un intendente sensible nos dejó instalarnos y vender ahí.
Aunque no pagáramos impuestos, nunca fuimos competencia de los grandes libreros de entonces como Simoncini, García Santos, Rovetti, Peuser, La Argentina, después el Jorge Salgado, el Armando Camín, la Marta Poroyán.
Es más, muchos de ellos nos apoyaron dándonos ejemplares en consignación para que ofreciéramos junto a nuestros libros cooperativos Estamos vivos y Sálvese quien pueda.
Y así abrimos un espacio que hoy vive gracias a Hugo, Sergio, Cristian, Mauricio y Pedro, sus actuales custodios.
Los poetas de entonces somos los lectores de ahora. El laberinto nos mantiene encerrados en la misma pasión. El misterio sigue vivo.
Lo sabemos y por eso insistimos cada fin de semana picoteando como pájaros sobre los mesones de la ópera aperta que tenemos en Mendoza, la biblioteca del viento.