La farra cuyana

La farra cuyana

Jorge Sosa - Especial para Los Andes

La farra cuyana, bien cuyana, tiene una duración incierta. Puede durar cinco o seis tonadas o dos o tres días, depende del estado de euforia de los asistentes y los litros disponibles. Este tipo de manifestación jodística suele provocar situaciones dignas de destacar.

Por ejemplo, es la que promueve la alegría del aro, que siempre está “pendiente” de la cueca. El vino siempre está presente como empujador de desfachateces. Y tiene que ver, porque el aro, nos llega de la cultura andaluza y es la boca abierta, eso es, recipiente que requiere ser llenado con depósitos etílicos.

El aro debe ser obligadamente zafado. Lo que es considerado una mala educación en ciertas situaciones puede ser considerado muy ingenioso y divertido en otras. Porque todo depende del cómo, cuándo y dónde. Uno no va a decir un aro en “El aula magna de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo”, tampoco en “El atrio de la Iglesia de San Nicolás”.

¿En qué circunstancias lo dice? Seis de la mañana, Festival de la Tonada, luces del escenario ya apagadas, sillas desparramadas como trote de vaca, al pie del escenario diez pseudo humanos con estabilidad precaria alrededor de un conjunto que canta con el siguiente sistema folklórico: voces que van para el norte, cuerdas que van para el sur.

¿Qué va a decir uno en ese momento? ¿Un aforismo de Porchia, un pensamiento Borgiano, una frase conmovedora de Galeano? No, señor, tiene que decir algo chancho porque, de no tener ese carácter, lo que diga va a pasar más desapercibido que enano en la NBA.

Aro, aro, aro / dijo una vieja que venía de San Juan / se la metieron pa’ la viña / y se le acabó el refrán.

Estas reuniones cuyanas se prestan también a la confesión. A las dos de la mañana, los compadres, acodados en el mostrador ya gastado del boliche “Chupi and drinks” del Alberto Carlos Bultos, entre tragos de un buen patero de la zona, se animan a sacar afuera lo oculto.

Compadre, si yo le digo que me he acostao con su mujer ¿Quedamos amigos?

No, compadre.

¿Quedamos como enemigos?

No, compadre.

¿Entonces cómo quedamos?

Quedamos a mano, compadre.

A veces la farra cuyana ocurre sin estar pronosticadas. Carlitos sale de su oficina el viernes, a las nueve de la noche, con la sana e inmaculada intención de volver a su casa donde lo espera su mujer con una cena especial, con la que lo amenazó en la despedida. Tiene toda la intención de regresar a la paz del hogar. Pero en la esquina de su oficina se encuentra con su amigo el Japonés González que está esperando un taxi con una damajuana de cinco litros en cada mano.

La pregunta y la respuesta son obligada: “¿A dónde vas con eso?” “Es el cumpleaños del Coco Segura”. Y claro, un cumpleaños de semejante porte puede cambiar todos los planes.

Entonces Carlitos se va con el Japonés al cumpleaños del Coco y se olvida de avisarle a su querida mujer, que se queda con la cena servida sobre el mantel bordado que le regaló la abuela, una, dos, tres, cinco, seis horas.

Hasta que a una hora prudente, absolutamente temprana, tipo seis de la mañana, llega el imputado no procesado, arrastrando las patas y con los ojitos chiquitos como japonés pintando el techo, y su mujer, con esa ternura que ha acumulado en las largas horas de espera, con ese poder de comprensión que se ha crecido con la demora de su medio quinoto, lo ve llegar y le dice: “!¿De donde venís a esta hora, desgraciado?! Y el Carlitos con voz de malbec desafinado le contesta: “No me hagás acordar porque me vuelvo”.

Me quedo corto con esta nota. La farra cuyana da para mucho más, pero, como dijo MacArthur: “Volveremos”.

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