Ah, Europa, el Mediterráneo, cuna de la civilización, es una tumba acuosa. Al lado de una carretera austriaca perecen 71 refugiados sin nombre, asfixiados en un furgón de tiempos modernos. Las autoridades checas armadas con marcadores indelebles, pero desprovistas de una sensación de historia, graban números de identificación en la piel de 200 migrantes. Otros son engañados por la policía húngara con promesas de "libertad" y terminan en un campo de "recepción" (donde se supone que les ofrecen una ducha).
Ah, Europa, Eslovaquia solo quiere refugiados cristianos, no los musulmanes de Siria o Afganistán. Viktor Orban, el engreído mini Putin que sirve como primer ministro de Hungría, dice que está protegiendo la "civilización europea" -léase Europa cristiana-, al tiempo que se instala una valla de alambre de púas a lo largo de 175 kilómetros sobre la frontera serbia.
David Cameron habla de un "enjambre" de migrantes intentando llegar a Reino Unido; las langostas son las que se desplazan en enjambres".
Un niño sirio de 3 años de edad, con su manita izquierda doblada hacia atrás como si estuviera dormido en una cuna, yace muerto sobre una playa turca, su rostro en la arena, indeleble su reproche silencioso. Se llamaba Aylan Kurdi. Su familia quería traerlo a Europa.
Las sombras regresan, aterradas por ironías. La Hungría de Orban le da la espalda a la magnífica Hungría de 1989, el primer país que abrió una grieta en la Cortina de Hierro, a medida que permitía el cruce de decenas de miles de alemanes orientales hacia Austria y, de ahí, se abrieran camino hasta Alemania Occidental.
La pusilánime Hungría de Orban olvida cómo, en 1956, en tiempos de la invasión soviética, alrededor de 200.000 húngaros huyeron hacia Austria y encontraron refugio y libertad en Europa Occidental.
Esta mezquina Hungría también opta por pasar por alto que, de todas las bendiciones adquiridas por las ex naciones del bloque soviético cuando terminó la división de Europa, la más valorada era la libertad de movimiento. Se había asegurado este regalo con la caída de un muro. Ahora Hungría erige uno.
Hungría no está sola en su prejuicio. La preferencia de migrantes cristianos (en pequeños números), así como equiparar a musulmanes con una amenaza inevitable, está marcada a lo largo de la mayoría de los países de Europa Central y Oriental que, en otra época, fueron parte del imperio soviético. Estos estados no han conocido la afluencia de migrantes poscoloniales que ha cambiado a varias sociedades del
Occidente europeo. Sus judíos fueron muertos casi en su totalidad por los nazis (con ayuda de cómplices locales). Su conformación étnica se homogeneizó incluso más a través de cambios fronterizos o expulsiones masivas (personas de origen alemán fuera de la Polonia de posguerra). Su historia reciente ha sido de emigración masiva en busca de oportunidades laborales en Occidente, no de inmigración.
Como escribió hace poco Jacques Rupnik, prominente científico político de Francia, en Le Monde: "Prevalece una percepción generalizada en el oriente del continente en el sentido de que el modelo 'multicultural' de Occidente ha fracasado". La convicción en estos países es que "la migración del sur hoy día equivale a 'suburbios musulmanes' mañana".
Ah, Europa, con la maldición de demasiada historia, vuestro nombre es olvido. Vuestra verdad es mestizaje. Vuestras tribus imaginadas son solo eso, una ilusión contradicha por una incesante migración durante siglos. Vuestra esperanza es nueva sangre, ya que la pureza racial fue el altar de vuestra repetitiva automutilación. Vuestro deber es la memoria, vuestro pacto con vuestros hijos apertura y unidad, pues ellos deben vivir.
Sí, memoria: si a Europa le interesara recordar, pudiera traer a la memoria que esta es la mayor ola migratoria desde el final de la II Guerra Mundial, cuando millones de personas se mudaron a Occidente desde el totalitarismo de Stalin. Pudiera también recordar que este movimiento masivo fue la culminación de una guerra que emanó de una de las grandes "civilizaciones" del Viejo Continente, Alemania: frenética campaña por imponerle al Continente una súper raza aria y librarlo de judíos, gitanos y otros designados por Hitler como subespecies.
Hoy día, los refugiados claman por entrar a Alemania. El país ha informado que prevé 800.000 este año. Ángela Merkel, la canciller, criada en el oriente alemán, ha sobresalido entre otros dirigentes europeos porque su historia personal aclara lo que está en juego. "Si Europa fracasa con respecto a esta cuestión de refugiados, se destruirá su cercana asociación con los derechos universales de ciudadanos", dijo.
Y entonces, casi heréticamente: "La rigurosidad alemana está súper, pero justo ahora lo que necesitamos es flexibilidad alemana".
Incluso la flexibilidad alemana, improbable materia prima, no basta. Esta es una crisis europea. En tiempos de fractura en la Unión Europea -Grecia y el euro, Reino Unido y una posible salida, ascenso de partidos de la derecha, amenazas de Vladimir Putin-, se ha recordado a
Europa su propósito principal y singular logro: la ruina y miseria de la cual surgió, las abandonadas masas a las que albergó, la unidad que forjó luego de que la división hubiera costado tantas vidas.
La necesidad actual es por más unidad, una coherente política de inmigración entre los 28 países integrantes, así como la renovación de la difamada idea europea. Como me lo dijo Laura Boldrini, presidenta de la Cámara baja del Parlamento italiano: "Cuando el Mediterráneo es un cementerio, necesitamos una Europa 2.0. Nadie puede amar a esta Europa hoy. Es momento de un nuevo impulso por un Estados Unidos de Europa".