En las últimas semanas se ha estado discutiendo más vivamente en nuestra provincia una posible ley de ética pública; incluso la misma ya tiene media sanción en el Senado. Cabe recordar que dicha iniciativa surgió por las polémicas declaraciones patrimoniales de los actuales funcionarios.
Seguramente es necesario valorar las iniciativas que tengan como centro a la ética, sobre todo en una época como la actual en la que en ciertos ámbitos la misma no suele ser moneda corriente a pesar de ser tan necesaria.
Sin embargo, debemos decir que sólo la ley no alcanza. No alcanza y nunca alcanzarán las leyes, normas, estatutos y todos los códigos que puedan crearse en la medida en que no sean los hombres que conforman la sociedad los que realmente tengan otra actitud de vida o un buen carácter. Expliquémonos mejor.
En el pensamiento clásico, griego específicamente, la palabra ética tenía una doble referencia: por un lado indicaba el carácter de un sujeto, grupo, institución o pueblo. El carácter es ese conjunto de rasgos personales o sociales por los cuales nos identifican, nos reconocen y nos consideran valiosos o no.
Cuando pensamos en un médico, por ejemplo, lo primero que suele venir a la mente es que él se formó para salvar vidas, que hizo el juramento hipocrático comprometiéndose a proteger la salud del paciente; que la práctica de su oficio está en beneficio del enfermo, etc.
Esto que se nos viene a la cabeza tiene un asidero en la realidad, concretamente en el tipo caracterológico, en la figura, en la impronta profesional de un médico (es una pena que no acudan a nuestra mente características así de positivas de la clase política, por nombrar un caso).
La otra acepción de ética es la de costumbre, entendida como práctica social o modo habitual de obrar.
No es difícil darse cuenta de que ambas están vinculadas pues las personas y los grupos llegan a conformar determinado carácter porque se han acostumbrado a actuar de cierto modo (a veces bueno u honesto y a veces no tanto).
Es decir que nuestras costumbres o el actuar cotidiano nos va forjando determinado carácter o personalidad y, parafraseando al filósofo griego Heráclito, ese carácter es nuestro destino. Si tenemos un buen carácter muy probablemente tendremos un buen destino, y lo inverso también es cierto, ya lo decía otro filósofo, el escocés David Hume: “El deshonesto es un estúpido a largo plazo”.
El carácter, en definitiva, es esa predisposición interior que vamos construyendo día a día y que se manifiesta al mismo tiempo en nuestras acciones cotidianas, sea cuales fueran: pequeñas o grandes.
Ahora bien, si testeamos un poco cómo se entiende hoy la ética, podemos detectar que se la relaciona de modo casi generalizado con lo estrictamente normativo: códigos de ética, leyes de ejercicio profesional (ej. psicólogos), con los manuales de estilo (ej. periodistas o comunicadores) y en estos precisos momentos con la ley de ética pública. Es decir, con aquellas normas o legislaciones que no deben violarse o transgredirse puesto que ello implicaría una falta de ética.
Dicho de otro modo, se relaciona a la ética más con lo que no debe hacerse que con lo que debería hacerse. El acento está más en evitar lo incorrecto que en hacer lo correcto.
En esta concepción de ética lo que prima es el deber o la norma, y salta a la vista que aquí el papel del carácter o la costumbre queda muy reducido. Explicar las causas de este fenómeno excedería esta breve columna. Baste con saber que fue preminentemente en la modernidad filosófica cuando se da esta transformación.
Entonces, ¿son suficientes las leyes para lograr una sociedad justa y transparente? Ciertamente no, pues como sabemos por experiencia acumulada en nuestro país, hecha la ley, hecha la trampa. De nada sirven las normas si no estamos dispuestos a cumplirlas. Sin ir más lejos, surgieron grises en los proyectos de la ley de ética pública que ahora se está tratando, por ejemplo aquél relacionado con la declaración de los inmuebles de los funcionarios: El valor declarado de dichos inmuebles ¿deberá ser el fiscal o el de mercado?
Así como éste pueden aparecer muchos más grises y varios de ellos podrán ser contemplados en la ley, pero otros muchos seguramente no; y esto porque no se puede legislar todo. Hay una parte del hombre que no es sujeto de la ley positiva: su conciencia.
Debemos pensar en un país donde la actitud subsiguiente a la creación de una norma no sea imaginar la manera de transgredirla, pues dicha transgresión implicaría crear una nueva norma que contemple la inconducta previa. Tal actitud, precisamente, no se logra multiplicando leyes. Por ello es urgente que recuperemos la ética en su sentido original, esto es, como carácter y costumbre de los ciudadanos. La ética se encarga de modelar de manera valiosa dicho carácter con el fin de lograr las mejores costumbres.
¿Lo anterior implica negar la importancia de la ley? Nada más alejado de nuestras intenciones. Las leyes son necesarias en una sociedad, por supuesto. La convivencia ciudadana sería prácticamente imposible sin ellas. Además, para cumplir nuestros deberes ayuda, y mucho, el saber previamente cuáles son.
Sin embargo el desafío que debemos perseguir es mucho más ambicioso que el de legislar: implica formar hombres capaces de autoimponerse obligaciones que ni siquiera la ley les impone, que sepan que previo a obedecer la ley deben obedecer lo que manda su conciencia; que posean un carácter que los haga justos por el mismo hecho de poseerlo y que en consecuencia haga justas las obras que ejercen y que perfeccione a los que lo rodean. Los griegos llamaban a estos hombres con el apelativo de excelentes, y los romanos lo hacían con el de virtuosos.
En suma, necesitamos cambiar la perspectiva. Precisamos educar personas que estén ocupadas en hacer el bien más que preocupadas por no transgredir la ley, pues en la medida que hagan naturalmente lo primero, por añadidura cumplirán con sus deberes.