"Esas piedras jamás sabrán que pasamos por acá", dice Walter Servi -uno de mis compañeros de viaje- en una charla borgeana a 2.500 metros de altura, en Manantiales, el último campamento realizado por un grupo de expedicionarios que revivimos simbólicamente el paso del General José de San Martín hace 200 años por la cordillera de los Andes.
Y como acertadamente sabemos que las piedras no tienen memoria -y por lo tanto tampoco palabras-, así como el resto de los paisajes por los que pasó el ejército sanmartiniano rumbo a Chile, es tarea de fotógrafos y cronistas retratar esos escenarios para ponerle expresiones, instantes, imágenes y palabras al silencio.
Para que hombres y mujeres puedan comprender lo que fue tamaña epopeya. Para que conozcan a través de los textos y las fotos las dimensiones de los actos de entrega, valor y lealtad que tuvieron el Padre de la Patria y sus acompañantes en su travesía por paisajes únicos, soñados y emblemáticos.
Por último y antes de introducir al lector en este viaje compartido, se advierte que esta no será una sucesión de hechos que aparecerán uno detrás de otro al modo de una crónica. Intentará, con la esperanza de hacerlo con éxito, reflejar las inclemencias del tiempo, el respirar de los caballos en ascenso por senderos pedregosos, paisajes inabarcables, el ruido del agua que se filtra por verdes vegas, las noches estrelladas o el vuelo del cóndor.
Punto base
Un grupo de 26 personas, del cual formamos parte los enviados de Los Andes, comenzó esta aventura de 10 días en tierras sanjuaninas. A partir del momento en que pisamos Barreal, en la provincia vecina, la misión de repetir la gesta libertadora comenzó a vivirse.
Pero para llegar a este lugar hay que recorrer un buen tramo desde Uspallata. A Barreal se va por la ruta 149 atravesando 112 kilómetros de pavimento y ripio.
Por el camino ya comienzan a vislumbrarse paisajes típicos de la precordillera, jarillas y coirones como principal vegetación, y más adelante pasaremos por la Pampa del Leoncito, una planicie seca y lisa que devuelve el calor de la tierra que se ofrece al sol.
Yendo hacia Las Hornillas, un paraje del sur sanjuanino rodeado de arboledas que hizo las veces de campamento base y hogar de las mulas y caballos, debimos presentar documentación en el puesto de Gendarmería Álvarez Condarco (quien fuera pieza fundamental para el cruce de San Martín).
Vírgenes dedicadas a Guadalupe aparecen en pequeñas ermitas a lo largo del trazado de tierra que bordea el caudaloso río de los Patos.
Una vez en el punto de partida, es tiempo de organización. Cada jinete recibe su caballo, su montura, su equipo de ascenso y algunas picaduras de paquitas. El resto es esperar con paciencia a que se termine el día y llegue la primera noche con la ansiedad que precede a un gran evento.
Antes de irnos a dormir, a la intemperie, queda un momento de mates con los arrieros que nos acompañarán. Una primera charla marcada por el acento del gaucho de tierra adentro. Queda espacio para un paréntesis adornado con el cencerro de la yegua madrina y una reflexión que nace de la contemplación.
“Te vas quedando dormido mirando las estrellas. Y ni te das cuenta en qué momento te dormiste”, dice Roberto Suárez, el dueño de los animales que nos llevarán a cumplir un deseo, sin darse cuenta que está haciendo poesía.
El día, la noche...
A lo largo del recorrido por la cordillera de los Andes hasta el límite con Chile, los campamentos de los viajeros son oasis que contienen el alimento para reponer fuerzas y que generalmente están bordeados por un río o arroyo, donde se recargan las cantimploras.
Son variados; algunos de ellos fueron utilizados por el propio Libertador y sus soldados, y otros más adecuados a la geografía de los viajeros modernos que requieren del reparo de las rocas y espacio suficiente para instalar la carpa que hace las veces de cocina, comedor y almacén de víveres.
La mayoría de las noches las pasamos amparados por una luna llena, que nos da de lleno en el rostro hasta que el cansancio nos vence, y las estrellas que aparecen con intensidad cuando el satélite natural de la Tierra se esconde tras los cerros.
Es allí, en Las Hornillas, en el Peñón, en Manantiales, en el Valle de Los Patos o en Valle Hermoso donde se reviven algunos de los episodios que experimentó San Martín y, al mismo tiempo, donde confluyen las historias de los viajeros y de los trabajadores, generalmente al calor de un buen fuego, un suculento guiso de lentejas y del vino tinto.
Es en donde se instala la idea de lo vivido hace 200 años, con menos tecnología y recursos que los actuales. “No puedo creer que hayan pasado por acá”, es una de las frases que más se repiten mientras los ojos recorren las inmensidades de la montaña que se va quedando a oscuras con la puesta del sol, mientras las sombras ganan la partida.
Aquí aprendemos, también, a hacer una cama gaucha que se arma con la montura o recado de los caballos que nos transportan. Es una actividad que se repite con cada llegada.
Se desensilla, se desarma la montura, y con las pieles de oveja y el resto de los elementos que conforman el recado se arma en el piso.
Luego se coloca la bolsa de dormir -o las mantas que uno tenga- y queda todo listo para recibir el primer sol del nuevo día. Así lo hizo el ejército sanmartiniano en su época. Así, dos siglos después, lo hacemos nosotros.
"Dende el palenque"
"Van a generar una conexión hermosa con el animal", dice Pablo Champagna, nuestro guía de la empresa Trekking Travel, que nos llevó por los senderos montañosos. Y como especialista en este tipo de experiencias, está totalmente en lo cierto.
La “entrega” de caballos, con los que realizamos todo el viaje, es una ceremonia. Julio, el baqueano principal, llama a los incipientes jinetes cordilleranos de acuerdo a características que solo él y sus compañeros ven.
El “Turco” es para Rubén Fernández, “Corcel” para Romina Sambucetti, “Mustafá” para Carlos Muñoz, “Mitaí” para Marcelo Aguilar y “Membrillo” para quien escribe.
El resto recibe sus pingos -un total de 44 junto a las mulas- con sus respectivos nombres y todos vamos haciendo un primer contacto. “Se van a dar cuenta que los animales no son sólo un medio de transporte”, continúa Pablo y agrega: “Tiene que ver con algo que no se puede explicar”.
Durante el recorrido, es inevitable sentirse Aballay, el personaje de Di Benedetto, en profunda vinculación con el caballo que nos transporta y que lleva, más allá de nuestras alforjas y el lugar para dormir, nuestros pecados y placeres.
Despegados de la tierra paradójicamente volvemos a ella, poniendo nuestras vidas en los lomos del caballo que nos aleja de la ciudad y nos conecta con nuestra propia naturaleza y con la que nos rodea.
Es tiempo de poner en orden los pensamientos, y también de generar desorden, desde el cual surgirá nuestra esencia profunda. Al principio se habla poco, porque aún somos desconocidos, y luego porque las dificultades del terreno no permiten establecer contacto con el compañero, que también está ocupado en mantener el equilibrio, guiar al caballo y continuar el ascenso.
“Escuchás las charlas de los demás y eso te activa muchos pensamientos”, admite Nancy Romano en algún tramo del recorrido.
Los dolores propios de quien no anda a caballo afloran una vez desmontados. Pero poco importa: cada día, el mérito de haber conquistado varios kilómetros de senderos montañosos y los paisajes vistos son recompensa suficiente.
En cada jornada, mientras los cascos golpean las piedras, veremos pequeñas plantas con espinas que se asemejan la estructura del ADN que lejos están de lastimar a los animales, curtidos para este tipo de ataques. Los huecos de los cuyis decoran la piel de la montaña aunque también son un llamado de atención pues los caballos pueden tropezar con ellos.
Durante la marcha y en los tramos más escarpados se escucha el trajinar fatigado de los animales, la respiración intensa, el hincharse de sus pulmones y el sudor que brilla en sus pieles. En este contexto, es inevitable pensar que 10 mil mulas de silla y carga, y 1.600 caballos fueron parte fundamental de la travesía del General y que hoy son barro, tal vez.
San Martín, el omnipresente
Jon Krakauer, un amante de la montaña, observa que "hay hombres para los que lo inalcanzable tiene un atractivo especial. La determinación y la fe son sus mejores armas".
Las palabras del autor de “Hacia rutas salvajes” se articulan a la perfección con la epopeya del Ejército Libertador, ya que cruzar a lomo de mula por senderos montañosos fue un acto de valentía inédito.
En este sentido, los jinetes de esta expedición por momentos nos sentimos parte -o eso quisimos creer- del ejército sanmartiniano. Así, fue frecuente que las charlas rondaran en torno a los 200 años del cruce, a la dificultad del terreno (sobre todo a la hora de transportar carga pesada), a los animales, el alimento y a cuanto infortunio pudo haber vivido el Libertador, a más de 4 mil metros de altura.
“San Martín nunca pudo haber pasado en camilla por acá”, dijo uno de los baqueanos con la sabiduría que dan los interminables viajes que realizan cada verano. “Es que las mulas no pueden transportar a nadie de esa manera”, agregó.
Walter Servi, un profundo seguidor del pensamiento sanmartiniano, aseguró que el prócer fue, por sobre todas las cosas, un educador. “Lo que se enaltece de San Martín fue la táctica que utilizó camino a Chile y la aplicación de ella en la guerra contra los españoles”, afirmó con los ojos llenos de las cadenas montañosas que nos rodeaban.
Las noches fueron el momento ideal para hablar de la gesta. El guía de la expedición, Pablo Champagna, fue quien generalmente introdujo a todos en el tema y el resto tomó la posta. Así volvió la tradicional comparación entre San Martín, Aníbal y Alejandro Magno.
También se pusieron sobre los nombres de Tomás Guido, amigo personal del Padre de la Patria, y Alejandro Aguado, otra de sus personas de confianza. “San Martín fue su albacea, Aguado era muy rico y confió en San Martín para la administración de sus bienes”, agregó Walter.