La enfermiza cultura del subsidio

Hace muchos años que la cultura del subsidio se ha entronizado en la idiosincrasia Argentina.

La enfermiza cultura del subsidio
La enfermiza cultura del subsidio

El subsidio es una ayuda que el Estado otorga con plata que recibe de los ciudadanos por impuestos, lo que significa que son pagados por toda la sociedad. El subsidio se institucionalizó con el discurso fácil de “distribuir la riqueza” cuando en realidad se distribuyen los ingresos que el Estado percibe.

Cuando el Estado aplicó estas “ayudas”, debió aumentar los impuestos. Comenzaron con las empresas, para alegría de los seudo progresistas que creían que así se les quitaban riquezas a los ricos. Pero las empresas no absorben los impuestos de sus ganancias sino que los incorporan en los costos y los trasladan a precios.  El subsidio siempre fue una mentira porque desde que se comenzó a aplicar para combatir la pobreza, esta fue creciendo.

En 1986 la pobreza alcanzaba al 16% de la población. Más de 30 años después, con las políticas distributivas la pobreza llegó al 32%. Lo más grave ha sido la extensión de los subsidios a las empresas, que se aplicó de diversas formas. Una de ellas es la que recibe en forma directa para subsidiar la oferta de bienes cuando la demanda está firme. Este subsidio se complementa con el cierre de las importaciones. Así las empresas recibían doble beneficio.

El concepto del subsidio siempre debe ser restrictivo, destinado a personas vulnerables, pero por tiempos determinados y no vitalicios.  Durante el último gobierno se aplicó un sistema de subsidios a las tarifas de los servicios públicos. Era una subvención a la demanda para estimular el consumo. Para ello, se mantuvieron congelados los precios a los consumidores a los valores pesificados al 30 de diciembre de 2001. Y como los costos aumentaban por inflación, los montos de los subsidios crecían sostenidamente.

En algunas provincias se decidió, para las compañías eléctricas,  actualizar el valor del VAD (Valor Agregado de Distribución) que retribuye a las distribuidoras, pero no se hizo igual con la generación. En el caso del gas fue más grave ya que se congeló el precio interno a los productores, lo que desestimuló las tareas de prospección y explotación de nuevos yacimientos. Disminuía la producción pero aumentaba el consumo subsidiado.

Para abastecer este dispendio se decidió importar gas a precio internacional, mientras el consumo seguía subsidiado. Esto generó dos quebrantos: por una parte, los costos no cerraban y la diferencia obligaba a subsidiar. Por otra, al tener que importar, se produjo un desbalance de divisas, que llegó a sumar más de u$s 7.000 millones de dólares anuales que se sumaban al costo de los subsidios.

En el caso del transporte se aplicaba  al combustible y a una parte de los salarios de los choferes. Lo grave de este sistema era que se extendía a toda la población. Es decir, beneficiaba no sólo a los pobres sino también a las familias que habitaban en barrios privados; a las pequeñas empresas y las grandes multinacionales, a los almacenes y a las cadenas de hipermercados, a las petroleras y a los casinos.

Este sistema de “distribución” benefició mucho a los que más consumían y muy poco a los de menos consumo. Como suele pasar en estos casos,  los ricos se volvieron más ricos y los pobres siguieron pobres, bajo la ficción de consumo regalado.

Hoy ya no se pueden pagar más subsidios. Su abuso también generó déficit fiscal y con ello se manifestó un duro proceso inflacionario, que licuó todos los beneficios. Esta ‘asistencia’ se torna adictiva y es muy duro acostumbrarse porque al retirarlas, los servicios se pagan a su valor real y las familias se ven obligadas a tener que hacer una reingeniería de sus presupuestos.

Lo más grave será superar culturalmente la mentalidad de los subsidios, que deben quedar reservados para los ciudadanos vulnerables a través de las tarifas sociales, pero sólo para los grupos realmente identificados. A pesar de las promesas de algunos políticos, ya no es posible volver atrás.

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