Cuando los padres buscan un colegio para su hijo, niño o adolescente, se fijan en cosas muy simples pero que les interesan sobremanera.
En primer lugar, se fijan en el grado de contención que tiene la escuela respecto de los que allí asisten. Es decir, cómo se relacionan los chicos entre sí y cómo se relacionan los docentes con los niños; si las inquietudes son canalizadas, si las dificultades son resueltas, si hay posibilidades de expresión, si la vida social se puede considerar positiva o educativa para ese ser en formación.
En segundo lugar, observan los resultados que se obtienen del proceso educativo. Sobre este aspecto hay diferentes ópticas según el nivel social o cultural de los padres en cuestión. Pero en general, podemos afirmar que como mínimo se pide que los niños o jóvenes aprendan lo que está en los programas o planes de estudio y que ese aprendizaje les sirva para su vida futura. En una buena traducción esto quiere decir: que realmente aprendan y que la capacitación que reciban les sirva para seguir aprendiendo y/o para ubicarse laboralmente, según la edad de que se trate.
Por último, un aspecto evaluado no por todos pero que cada vez adquiere mayor importancia, es el referido a los valores. Las familias procuran que sus hijos concurran a un establecimiento que garantice las ideas, los valores, el estilo de vida que desean para sus hijos. Antes esto era un “supuesto” de toda escuela pública, especialmente en lo referente a la educación básica, pero hoy, habida cuenta de la masificación que sufre el acceso a la educación, no todos los establecimientos son iguales, ni deben serlo, y los padres cada vez más prefieren o buscan aquellos que se acercan más a su modo de pensar o de vivir.
Un aspecto complementario, pero no desdeñable en la decisión, son los que tienen relación con los ambientes físicos, con el equipamiento y con los materiales educativos disponibles, no sólo como comodidades para la estadía del alumno, sino sobre todo los que se vinculan con los aprendizajes efectivos que se puedan realizar y medianamente garantizar.
Todas estas consideraciones, por lo simples, parecen de “perogrullo”, pero en realidad son las del sentido común de una familia preocupada por su hijo. Sin embargo, es central planteárselas para definir qué Educación se quiere. Porque si concebimos la relación de la escuela con los padres como la de un servicio, necesariamente éste debe organizarse para atender a esa demanda que se le plantea explícita o implícitamente.
Por supuesto que la escuela no puede organizarse sólo para la demanda de una familia. La escuela es la principal fuente de socialización y aculturación que todavía posee nuestra sociedad para incorporar a sus niños y jóvenes con provecho a la vida social y cultural que les toca vivir. Por tanto, también el Estado, al establecer la programación y el estilo de las actividades de la escuela, tiene que tener en cuenta esta necesidad más global. Pero sólo la síntesis de esas dos demandas, la concreta e inmediata de la familia y la más general de la sociedad, pueden expresar los criterios de calidad que la escuela debe adoptar para organizarse. Es decir, esos serán o deberían ser los marcos para que la escuela sea el espacio donde se realizan niños, docentes y familias, donde estudiar y trabajar sea una alegría.
¿Que eso es una utopía? De ninguna manera, sólo es el sentido para lo que tenemos que trabajar. ¿Que debemos hacer muchos cambios? Sin duda, pero ese es el camino que hay que transitar para llegar a lo que una madre o un padre sueña para su hijo y la sociedad para su población joven.
En síntesis, en la disponibilidad de los recursos habituales, la efectividad en la gestión y la convivencia en las escuelas está el secreto para empezar a disponer el camino de una solución real, encarnada, que responda en forma efectiva a lo que todos esperamos. En consecuencia esa es la primera prioridad a trabajar, o mejor aún, se trata de la estrategia para el cambio en la Educación.