La educación: ¿El qué o el cuánto? - Por Marcos Arturo Garcetti

La educación: ¿El qué o el cuánto? - Por Marcos Arturo Garcetti
La educación: ¿El qué o el cuánto? - Por Marcos Arturo Garcetti

"Locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados"

Albert Einstein

Largas décadas han transcurrido atravesadas por el reclamo de “calidad educativa” en nuestro país.

De haber ocupado los más altos sitiales del planeta en este tema, hemos caído en la actualidad a los últimos, sin que los discursos oficiales de turno hayan podido dar respuesta satisfactoria alguna a los interrogantes que la sociedad -en general muy crítica pero en la realidad poco involucrada- reclama a sus gobernantes y especialmente al sistema educativo en particular.

En la decadencia sostenida que estamos protagonizando, el escenario educativo -otrora promisorio, ejemplar, trascendente- se ha tornado en crónica fantasmal de abusos, delitos, intervenciones policiales de todo tipo para garantizar la integridad de educadores agredidos o el limitado patrimonio escolar asaltado por maleantes comunes, cuando no delitos privados intolerables.

Podría continuarse largamente la enumeración de calamidades, pero no es el tema central hoy de este enfoque.

La política no ha encontrado el camino para revertir el desquicio, podría decirse.

Sin embargo esa conclusión sería injusta para con la naturaleza implícita de la palabra “política”.

En realidad son los políticos, sus usufructuarios, los que no han podido, sabido o querido hacerlo.

En su lugar, elaboran artificiosas y contradictorias respuestas convertidas en mágicas propuestas que venimos escuchando también desde hace un par de décadas entre las que sobresale la numerología.

Y todas ellas con una palabra al parecer también mágica -“contención”-, como eje de un mecanismo restaurador que pondrá las cosas en su lugar.

Hasta ahora y por los resultados que se están logrando, ninguna de estas dos soluciones ha dado los frutos anunciados.

Y no es de extrañar, porque no resulta razonable equiparar calidad con cantidad. Y esto es lo que se hace.

El proceso educativo, especialmente en sus partícipes protagónicos, atraviesa dimensiones íntimas más sutiles que no dependen tanto del “cuánto” como sí del “qué”, del “cómo” y del “cuándo”.

Creer que la calidad educativa se garantiza con 180, 190, o 200 días de clase parece una convicción más vinculada a la numerología y su proyección profética, que a la pedagogía y su efecto formador.

Es casi tan absurdo como pensar que la contención es mantener a los niños sujetos físicamente dentro del edificio escolar sin importar para qué.

Y cuando la pretensión de exhibir números y engrosar estadísticas conlleva el sacrificio inútil de niños, padres y maestros, resulta a todas luces imperdonable.

Basta recorrer escuelas a partir de diciembre para comprobar la inutilidad de extender el período de clases.

Cuando nuestro sistema educativo funcionaba con eficacia reconocida, las clases comenzaban en el mes de marzo y terminaban en noviembre. La preocupación central era haber completado el programa oficial y haber logrado una evaluación global satisfactoria. No preocupaba en cuántos días se alcanzaba ese objetivo.

Una revisión serena y lógica del calendario escolar, recuperando las fechas patrias en su lugar original y relegando la recaudación turística de los feriados largos creados ad hoc, podría ser una buena manera de recuperar memoria histórica y favorecer continuidad en el aprendizaje.

Llevamos más de 15 años con la vigencia de la ley 25.864 con sus disposiciones sobre la extensión del ciclo lectivo.

Su observación, ¿ha logrado elevar la calidad de nuestra educación en términos ponderables y satisfactorios?

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