Por Rodolfo Cavagnaro - Especial para Los Andes
El gobierno de Mauricio Macri ganó las elecciones porque la mayoría de los argentinos estaban hartos de una forma de gobernar y quería cambiar. El nuevo presidente ofrecía esperanza, horizontes ansiados por todos y cambios a los que todos aspiraban.
Pero cuando Macri ganó todos sabían que sería un gobierno igual a otros. No tenía mayoría propia en la Cámara de Diputados y estaba en franca minoría en la de Senadores. La única alternativa era acordar con los gobernadores para que estos instruyeran a los legisladores de sus provincias acerca de las conveniencias de acordar leyes con el Ejecutivo.
Con muchas más sutilezas y sin látigo, las negociaciones de Macri con los mandatarios provinciales debieron basarse en acerarles recursos económicos, aunque sin someterlos políticamente. Los gobernadores, viejos lobos de mar, sabían que debían aprovechar porque de lo contrario ellos tendrían que hacer ajustes en sus provincias y ellos están dispuestos a gozar del rédito político de gastar pero quieren pagar el costo político de cobrar o ajustar.
Así, Macri debió ir cediendo sumas de dinero que originalmente no tenía previstas en aras de la paz social y de una convivencia armónica con los caciques provinciales. De la misma forma, debía tender puentes de entendimientos con el peronismo disidente, encabezado por el diputado Bossio, y con el Frente Renovador, liderado por Sergio Massa. Ninguno, en sí mismo, tiene mucho poder, pero lo que tienen es lo que necesita el gobierno para poder sacar iniciativas en el Congreso.
En los primeros diez meses del año el gasto corriente creció el 38,2% anual. Las partidas que más crecieron fueron el déficit de empresas públicas, el pago de intereses y las transferencias a provincias. Por el contrario, las erogaciones para obras públicas solo crecieron un 6%.
No obstante, el déficit se desbordó y puede terminar el año en 600.000 millones de pesos, lo que representa unos U$S 37.000 millones, equivalente a casi el 7,5% del PBI. Esto es a lo que el gobierno le llama gradualismo y la oposición ajuste salvaje.
Hoy gobiernan las presiones
En búsqueda de consensos y de lograr algo de tranquilidad el gobierno fue cediendo, primero con las provincias y luego con los bloques opositores, con las centrales obreras y con sectores empresarios. Cada vez que quiere aplicar una medida salta algún sector a quejarse y, además, los funcionarios no entienden que deben manejarse con precisión.
Un ejemplo es lo que ocurrió con la importación de computadoras. Se anunció en octubre que no tendrían aranceles a partir de enero. Por un lado, paralizaron las ventas de los negocios de informática porque los clientes no quieren comprar esperando los nuevos productos. Pero a su vez, lo fabricantes de Tierra del Fuego piden que les saquen los aranceles a los componentes para poder competir, de lo contrario será una apertura asimétrica y claramente injusta.
Pero las cosas han llegado a límites exacerbantes ya que ante cualquier cosa aparece la amenaza del caos social, como si algunos tuvieran el poder de manejar a las masas a su antojo. Y hoy las discusiones no pasan por los que menos tienen sino por lo que más ganan. A esos sectores hoy defienden tanto las CGT como Massa.
El proyecto de rebajar el impuesto las ganancias tiene costo fiscal y es complicado tanto para la Nación como para las provincias y municipios, que reciben una parte vía coparticipación. Es que la Nación comenzó a alivianar ciertas cargas fiscales, resignando ingresos, pero no pudo aplicar ninguna que permitiera generar menos gasto o más ingresos, como ocurrió con las tarifas de servicios públicos.
Pero hay que tener en cuenta que el impuesto a las ganancias alcanza al 3% de la población y al 8% de la masa de asalariados formales.
Es real que esa masa, que ya constituye clase media alta y alta es pequeña, pero tiene una capacidad de compra que puede movilizar la demanda y con eso generar trabajo a los sectores más bajos, pero también es verdad que estos sectores tienen capacidad para viajar al extranjero o hacer compras en los países limítrofes, lo que hace que su poder de compra no se sienta en el país.
Una gama variada de torpezas en el accionar de los funcionarios le costaron una fortuna al gobierno que, hasta ahora, viene financiando el déficit con emisión de deuda externa y algo de emisión monetaria.
El problema es que la economía no reacciona y en lugar de recibir señales claras solo promesas vagas. Muchas empresas no están invirtiendo porque el año pasado, ahorraban aumentando sus inventarios ante la certeza de que habría devaluación. Este año, con un tipo de cambio estable, bajaron sus compras y salieron a vender los excesos que habían comprado.
Otras industrias tampoco invierten porque tienen un 40% de capacidad ociosa, por lo que una mejor demanda que están teniendo no requiere de inversión sino de poner a trabajar máquinas paradas.
El problema del tipo de cambio
Acá también hubo inseguridades, soberbia y mala praxis. Cuando se liberó el tipo de cambio, se sabía que el dólar subiría y el gobierno quería que alcanzara el nivel del dólar paralelo. Pero ese nivel era adecuado para ese momento y no calcularon la inflación. Es más, creyeron que si subía más se podía desbordar la inflación.
Para que no subiera el dólar, el BCRA aumentó las tasas al 38%, cuando el dólar tocó 16,07. Esta semana bajaron las tasas al 24,75% y el dólar llegó a 16,10 y a nadie se le movió un pelo. Y la realidad es que cuando se vive en una situación de estanflación, subir las tasas lo único que hace es agravar el ciclo, y esa es la razón de la brusca caída de la economía en los primeros 9 meses.
Las pujas entre el ministro Prat Gay y el presidente de BCRA solo contribuyeron a generar más confusión y a decir a los empresarios que era conveniente postergar inversiones hasta conocer el resultado de las elecciones de 2017. Las empresas se cubrieron a principios de año, cuando calcularon costos con un dólar a $ 20. Hoy se dan cuenta que tiene márgenes demasiado elevados y en lugar de bajar precios optan por hacer promociones para no mostrar la hilacha.
El frente externo
El gobierno demostró que no tenía una estrategia clara para enfrentar los escenarios externos que se han generado en los últimos meses.
Los problemas de Brasil, desde la destitución de Dilma a los escenarios de corrupción y luego el triunfo de Trump en Estados Unidos, que hizo salir capitales, parece que los tomó sin una alternativa.
Brasil está en una dura encrucijada ya que tiene un déficit elevado y un endeudamiento que equivale al 75% del PBI. Es más, los estados más grandes, como San Pablo, Río de Janeiro, Belho Horizonte, Río Grande do Sul y Paraná, que representan el 65% del PBI de Brasil está al borde la quiebra por la acumulación de déficit y deuda y hoy no encuentran fuentes de financiamiento.
La realidad es que se necesita una corrección del tipo de cambio, pero no hecha por el gobierno. Los ciudadanos no tienen capacidad de demanda como para justificar mayor inflación, pero con medidas de apertura de la economía hay que dejar de presionar el mercado de pesos y permitir un acompañamiento del valor del dólar al ritmo de lo que pasa en el mundo.
El mayor miedo del gobierno es que lo acusen de hacer un ajuste y, en realidad, lo que se ha hecho este año es un brutal ajuste sobre el sector privado. Falta que tome la decisión de hacerlo sobre el sector público.
Lo que no se puede hacer es seguir dando la imagen de que se cede ante todas las presiones y que se perdió la iniciativa en manos de unos pícaros que lo aprietan y consiguen lo que quieren. La gente quiere un gobierno que gobierne, que tome decisiones y fije un rumbo claro, algo que hasta ahora no se ha visto .