Una manera de definir la política exterior del presidente Barack Obama es como una doctrina de autocontrol. Es claro, no en menor medida para el Kremlin, que este presidente se muestra escéptico a la eficacia de la fuerza militar, receloso de intervenciones extranjeras que pudieran convertirse en compromisos a largo plazo, convencido de que la era de las soluciones impuestas por Estados Unidos ha terminado, e inclinado a ver a Estados Unidos menos como una potencia indispensable y más como un socio indispensable. Obama, en efecto, ha estado hablando de manera condescendiente del poderío estadounidense.
El presidente Vladimir Putin ha aprovechado este profundo cambio de política exterior en la Casa Blanca. Ha sondeado donde ha podido, más conspicuamente en Ucrania, y ahora en Siria, Obama pudiera referirse a esto como una forma de debilidad rusa. Pudiera burlarse de las incursiones de Putin como distracciones de una economía rusa en caída.
Sin embargo, persiste el hecho de que Putin ha reafirmado el poder ruso en el vacío creado por el atrincheramiento estadounidense y parece decidido a moldear el resultado en Siria usando medios que Obama nunca ha optado por desplegar. Para Putin, es claro dónde yace la debilidad: en la Casa Blanca.
La incursión siria de Rusia pudiera ser una extralimitación. Pudiera caer en la categoría de las “cosas estúpidas” (léase imprudente intervención) que Obama evita. Las ciénagas también pueden ser rusas.
Sin embargo, por ahora todo parece indicar que la iniciativa está en el Kremlin, con la Casa Blanca actuando como potencia reactiva. Desde el final de la Guerra Fría, hace un cuarto de siglo que Rusia no había sido tan asertiva o Washington tan aquiescente.
La doctrina de autocontrol de Obama refleja circunstancia y temperamento. Él fue elegido para conducir a una nación exhausta por las dos guerras más largas y más caras de su historia. Irak y Afganistán consumieron billones de dólares sin producir victorias. Su prioridad fue doméstica: primero una recuperación de la crisis de 2008 y después una sociedad más equitativa e incluyente. El verdadero pivote no fue hacia Asia sino hacia casa.
Además, el poder estadounidense en el siglo XXI no podría ser lo que fue en el XX, no con la economía china quintuplicándose en tamaño desde 1990. El presidente fue persuadido intelectualmente de la necesidad de redefinir el peso de EEUU en política exterior en un mundo interconectado de potencias más iguales, y temperamentalmente inclinado a la prudencia y diplomacia por encima de la fuerza.
El obstruccionismo republicano y la politización de la política exterior en un Washington polarizado no le ayudaron. El poder estadounidense, en su opinión, aún pudiera ser dominante pero ya no puede ser determinante.
En las palabras de Obama a The New Republic en 2013: “Probablemente estoy más consciente de la mayoría no solo de nuestros increíbles puntos fuertes y capacidades sino también de nuestras limitaciones”. Después de Irak y Afganistán, gigantescos depósitos de frustración estadounidense, ¿quién podría culparlo?
Pero, cuando la nación más poderosa del mundo y principal patrocinador de seguridad global se centra en sus limitaciones, otros toman nota, percibiendo nueva oportunidad y nuevo riesgo. La inestabilidad puede volverse contagiosa. Puede establecerse la desintegración, como ha ocurrido en Oriente Medio. El centro no puede sostenerse porque no hay tal.
“Creo que Obama exagera los límites y subestima el lado positivo del poder estadounidense, incluso si la tendencia es hacia un ambiente más difícil para traducir poder e influencia”, me dijo Richard Haas, el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores.
“Al hacerlo así, él corre el riesgo de efectivamente reforzar las mismas tendencias que le dan pausa. Con demasiada frecuencia durante su presidencia, la brecha entre fines y medios ha sido nuestra ruina”.
En Afganistán, en Libia y más devastadoramente en Siria, Obama ha parecido asaltado por la ambivalencia: un repunte socavado por una fecha segura para el retiro afgano; una campaña militar conduciendo desde atrás para expulsar al dictador de Libia sin un solo plan de seguimiento; una declaración más de cuatro años atrás en el sentido de que “ha llegado el momento” de que el presidente Bashar Assad “se haga a un lado” sin una sola estrategia para hacer que eso ocurra; así como una “línea roja” con respecto a armas químicas que no se mantuvo.
Todo esto le ha dicho a Putin y al presidente de China, Xi Jinping, que este es un momento de incoherencia estadounidense para lamerse las heridas.
Sin embargo, a Obama no le falta el coraje. Ni adolece de preparación para correr riesgos. Hizo falta coraje para concluir el acuerdo nuclear con Irán, logro distintivo al que se llegó en vista de una mordaz cacofonía de Israel y el Congreso estadounidense controlado por republicanos.
Hizo falta valentía para alcanzar el progreso diplomático con Cuba. La exitosa operación para matar a Osama bin Laden estuvo cargada de riesgo. Su política exterior ha cumplido en áreas significativas. Estados Unidos ha aminorado sus guerras. El pivote a casa ha producido un resurgimiento de la economía (cuando menos para algunos) y les ha dado acceso al seguro de salud a todos los estadounidenses.
Sin embargo, el precio de la doctrina de autocontrol ha sido muy alto. Cuán alto aún no sabemos, pero el mundo es más peligroso que en la memoria reciente. El escepticismo de Obama con respecto al poder estadounidense, su disposición para desentenderse de Europa y su catastrófica indecisión con respecto a Siria han dejado a Oriente Medio en un conflicto generacional y fracturado, a Europa inestable y a Putin pavoneándose sobre el escenario. Quizá estudie en una columna posterior hacia dónde pudiera conducir esta realidad sin timón.