En diciembre de 2018 se cumplen veinticinco años de la entrada en vigor del Convenio sobre la Diversidad Biológica, tratado internacional suscripto en el ámbito de la Conferencia de Naciones Unidas para el Medio Ambiente y Desarrollo (Río de Janeiro, 1992).
Ecosistemas, especies y genes
La diversidad biológica o biodiversidad es un término complejo que hace referencia a la variabilidad de todas las formas de vida existentes en nuestro planeta.
Este gran abanico posee tres niveles: por un lado, la variabilidad entre los distintos ecosistemas (bosques, desiertos, humedales y montañas, entre otros); por otro lado, la variabilidad existente entre las diferentes especies que habitan nuestro planeta (tanto del mundo animal cuanto vegetal) y, por último, la variabilidad genética dentro de cada una de esas especies (dando por resultado las diferentes razas o subespecies y las variedades de plantas y cultivos).
Como se observa, no es una cuestión menor sino, por el contrario, la protección jurídica extiende su cobertura al resultado forjado por las fuerzas de la naturaleza a través de millones de años, como así también a los procesos que lo generaron.
El ser humano no es ajeno a esta intrincada red de conexiones. Nuestra especie se ha ido modelando a lo largo de miles de años y, a su vez, ha modificado el entorno en el que vive.
Pensemos en la diversidad de culturas, lenguas y formas de vida íntimamente ligadas a su medio, muchas prontas a desaparecer.
Los conocimientos tradicionales expresan una singular forma de relacionarse con el mundo y cumplen un rol de suma importancia en la conservación de la biodiversidad.
La Convención tiene tres grandes objetivos: conservar la diversidad biológica, utilizar en forma sostenible sus componentes y la participación justa y equitativa en los beneficios derivados de los recursos genéticos. Esta tríada es establecida en miras a lograr un desarrollo sostenible en el tiempo.
En suma, conservar la riqueza biológica de nuestro planeta redunda en interés de la humanidad en su conjunto. La biodiversidad y sus componentes brindan servicios ambientales de incalculable valor para el ser humano y se vinculan con temas de vital importancia como la biotecnología, la seguridad alimentaria, la investigación y el desarrollo de medicamentos y, en última instancia, la calidad de vida de las generaciones presentes y futuras.
La migración de la tutela jurídica
Nuestra Constitución Nacional incorporó en la reforma de 1994, en su artículo 41, el derecho a un ambiente sano, haciendo expresa mención en su segundo párrafo a la preservación de la diversidad biológica y del patrimonio natural y cultural de nuestro país.
A nivel nacional, la Ley 25.675 (Ley General de Ambiente) de 2002, sentó los presupuestos mínimos para la protección de la diversidad biológica y la implementación del desarrollo sustentable.
En Mendoza, las Leyes 5.961 y 6.045 de preservación del ambiente y de áreas naturales protegidas, entre otras, trazan directrices que tienen como fin último la preservación de la biodiversidad.
El Código Civil y Comercial de la Nación, que entró en vigor en 2015, en sus artículos 14, 240 y 241, establece novedosas limitaciones al ejercicio de los derechos individuales.
En forma sintética, los mismos deben ser compatibles con el medio ambiente y demás derechos de incidencia colectiva. En particular, no deben afectar el funcionamiento ni la sustentabilidad de los ecosistemas, la flora, la fauna y la biodiversidad.
Para concluir, en estos veinticinco años (desde la entrada en vigor) se han producido importantes cambios en la protección de la diversidad biológica.
Desde sus orígenes en el Derecho Internacional hasta la actualidad, se han incorporado a nuestro Derecho Civil y a las normas que rigen las relaciones entre particulares.
Hemos sido testigos de una "migración" en la tutela jurídica. Un viaje similar al que recorren los grandes mamíferos en busca de mejores pasturas.