La cultura de la vergüenza

En los viejos tiempos la llamada “conciencia” era una mirada hacia dentro de uno mismo para distinguir lo bueno de lo malo; hoy esa mirada es exterior, depende de lo que los demás piensan.

La cultura de la vergüenza

En 1987, Allan Bloom escribió un libro llamado “El cierre de la mente estadounidense”. El argumento central era que los campus estadounidenses rebosaban de relativismo moral. Los valores personales de tipo subjetivo habían sido reemplazados por los principios morales de tipo universal. Nada estaba bien o mal. En medio de una ola de rampante falta de crítica moralizante, la vida era más plana y más vacía.

La tesis de Bloom era precisa en ese momento, pero ya no lo es. Actualmente, los campus universitarios están repletos de juicio moral.

Mucha gente cuida mucho sus palabras, temerosa de que pudiera trasgredir una de las normas que han llegado a existir. Aquellos acusados de pensamiento incorrecto enfrentan ruinosas consecuencias. Cuando una cruzada moral se extiende a lo largo del campus, muchos estudiantes se sienten obligados a publicar comentarios en apoyo a través de Facebook a los pocos minutos. Si no publican, serán notados y condenados.

Está empezando a existir algo similar a un sistema moral. Existen actualmente algunos nuevos criterios que la gente usa para definir acciones correctas e incorrectas. La gran pregunta es: ¿cuál es la naturaleza de este nuevo sistema moral?

El año pasado, Andy Crouch publicó un ensayo en Christianity Today que nos conduce hacia una respuesta.

Crouch empieza con la distinción que popularizó la antropóloga Ruth Benedict, entre una cultura de culpa y una cultura de vergüenza. En una cultura de culpa sabes que eres bueno o malo por lo que siente tu conciencia. En una cultura de vergüenza sabes que eres bueno o malo por lo que tu comunidad dice sobre ti, sea porque te honra o te excluye. En una cultura de culpa la gente a veces siente que hace cosas malas; en una cultura de vergüenza, la exclusión social hace sentir a la gente que es mala.

Crouch argumenta que la omnipresencia de medios sociales ha creado algo similar a una nueva cultura de vergüenza. El mundo de Facebook, Instagram y el resto es un mundo de constante despliegue y observación. El deseo de ser aceptado y elogiado por la comunidad es intenso. La gente teme ser exiliada y condenada. La vida moral no se sustenta sobre el continuo de bien y mal; se erige sobre el continuo de la inclusión y la exclusión.

Esto crea una serie de conductas comunes de comportamiento. Primero, los miembros de un grupo se prodigan elogios para que ellos mismos pudieran ser aceptados y elogiados a su vez.

En segundo lugar, hay, sin embargo, encargados de hacer valer las reglas dentro del grupo que forjan su poder personal y reputación vigilando al grupo y condenando a aquellos que rompen el código del grupo. Los medios sociales pueden ser cruentos con quienes no encajan. Twitter puede estallar en un ridículo instantáneo para cualquiera que tropiece.

En tercer lugar, la gente se muestra sumamente nerviosa de que su grupo pudiera ser condenado o denigrado. Exigen respeto y reconocimiento instantáneo para su grupo. Sienten que se ha perpetrado algún mal moral cuando se ha faltado al respeto de su grupo, y reaccionan con la intensidad más violenta.

Crouch describe cómo los jugadores de videojuegos fueron cruelmente detrás de periodistas, en su mayoría mujeres, que habían criticado la misoginia de sus juegos. Polémicas en el campus se caldean muy rápidamente porque incluso un desaire menor hacia un grupo es percibido como una amenaza a la identidad básica.

El pecado máximo, argumenta Crouch, es criticar a un grupo, particularmente con argumentos morales. Las pláticas sobre bueno y malo tiene que ceder a las conversaciones sobre respeto y reconocimiento. Crouch escribe: “Lo que se dice sobre el bien y el mal es inquietante cuando va acompañado por lo que parece indiferencia a la experiencia de vergüenza que acompaña a juicios de 'inmoralidad'”.

Nota que esta cultura de vergüenza es diferente de las culturas tradicionales de vergüenza, las de Asia, por ejemplo. En culturas tradicionales de vergüenza, el opuesto de vergüenza era honor o “afrontar”, ser conocido como un ciudadano digno y honorable. En la nueva cultura de vergüenza, lo opuesto de vergüenza es celebridad; ser el que roba la atención y de una singularidad agresiva en alguna plataforma de medios.

Del lado positivo, esta nueva cultura de vergüenza pudiera reunir el tejido social y comunal. Pudiera revertir, un poco, el impulso individualista y atomizador de los últimos 50 años.

Por otra parte, todos están perpetuamente inseguros en un sistema moral fundamentado en inclusión y exclusión. No hay estándares permanentes, solo el juicio cambiante de la muchedumbre. Es una cultura de susceptibilidad excesiva, reacción excesiva y frecuentes pánicos morales, durante los cuales todos se sienten obligados a estar de acuerdo.

Si es que vamos a evitar un constante estado de ansiedad, las identidades de la gente deben fundamentarse en estándares de justicia y virtud que son más profundos y más permanentes que la voluble tendencia de la multitud. En una era de medios sociales omnipresentes, probablemente reviste el doble de importancia descubrir y nombrar el propio Norte Verdadero, visión de un bien máximo, el cual valga la pena defender incluso a expensas de impopularidad y exclusión.

La cultura de la culpa puede ser severa, pero al menos se puede odiar el pecado y seguir amando al pecador. La cultura moderna de vergüenza valora supuestamente inclusión y tolerancia, pero puede ser extrañamente despiadada hacia aquellos que disienten y hacia quienes no encajan.

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