En términos generales, todos los gobiernos, de cualquier signo, han procurado mitigar la situación de la vivienda con diversos planes, unos mejores, otros defectuosos, pero ninguno ha sido indiferente sobre esta grave carencia social.
La falta de viviendas aceptables para una parte importante de la población no necesita mayores explicaciones en un país con 30% de su población por debajo de la línea de pobreza durante varias décadas. Se torna obvio que esa parte de la población que no puede cubrir la canasta básica, menos aún tendrá recursos para construir o adquirir una vivienda.
Además, aparece un problema que hace a nuestra cultura, a nuestra idiosincrasia, que es la aspiración a tener una vivienda propia. Queremos una casa o departamento que sea nuestro, no nos gusta vivir en una vivienda alquilada, costumbre extendida en otros países. Algo entendible en un país con décadas de inestabilidad, con crisis ciclónicas como dice un conocido economista, la vivienda propia da a la familia seguridad. Suponemos que si el techo es propio, si la vivienda ha sido pagada y cancelada, "lo demás de algún modo se arregla".
De ahí que los planes y políticas de viviendas han constituido y constituyen una parte central de las políticas públicas. En ese sentido el gobierno nacional propicia un proyecto de ley, con media sanción de Diputados, por unanimidad, denominado de "régimen de integración socio-urbana y regulación dominial", comentado en esta columna hace unos días. En función de la importancia del problema es oportuno realizar algunas consideraciones y reflexiones sobre el asunto.
Uno de los problemas, reiterado durante años, es que las viviendas financiadas y/o construidas por el IPV, tienen un alto grado de morosidad, a pesar de que en gran parte las cuotas son irrisorias. Como siempre los números explican más que las palabras. En una nota reciente en este diario se consigna que sobre 65.000 créditos activos del IPV, cerca de 30.000 adjudicatarios deben cuotas de sus viviendas. Una proporción muy grande tiene cuotas fijas de 100 pesos mensuales, se trata del 63% de los créditos; las familias con créditos de $ 100 a 1.000 es el 26% y las cuotas mayores de este importe es del 11%. Como puede advertirse, no se trata de cuotas impagables, salvo en los casos que por eventualidades familiares y de trabajo, los deudores se hayan quedado sin ingresos. Situaciones que se pueden identificar sin dificultades y encontrar soluciones razonables.
Lo que hay en realidad en estas circunstancias de no pago es un problema cultural, político y jurídico.
Se inserta dentro de la "cultura de la gratuidad" instalada hondamente en nuestra sociedad, "cultura" que no está sólo en los sectores de menores ingresos, sino también en otros con recursos suficientes para pagar lo que reciben. Otro ejemplo donde ocurre lo mismo es en la concepción de la universidad estatal gratuita.
El problema también es político, en tanto los gobernantes no quieren asumir los costos de cobrar en serio.
Y finalmente, es un problema jurídico por los enredos existentes en la adjudicación, posesión y escrituración.
En el caso de la vivienda hay una expresión popular que lo dice todo: "me van dar una casa", "me dieron una casa". Es decir, no la adquirió, se la dieron; es el don de donar (lo ajeno) que ejercen los gobernantes.
De ahí que deben ser vistas como positivas las medidas del gobierno provincial de regularizar las situaciones de los deudores, procediendo a desadjudicar y desalojar (algunos llevan 10 años sin pagar), o ejecutar las hipotecas de los que tienen escrituras. Igualmente positivo es haber establecido una corta moratoria para que los deudores regularicen su situación.
El caso Procrear (nacional) y el colosal emprendimiento de la Sexta Sección tienen pocas explicaciones racionales. Transcurridos cuatro años desde su inicio están sin terminar y no se sabe a quiénes se le adjudicarán.