La costumbre del autoritarismo

El autor, repasando la historia, analiza el modo en que los gobiernos autoritarios alteran en los gobernados sus tendencias culturales e ideológicas. Y plantea el riesgo de que nada cambie con un cambio de gobierno.

La costumbre del autoritarismo
La costumbre del autoritarismo

Por Luis Alberto Romero - Historiador. Club Político Argentino. -  luisalbertoromero.com.ar - Especial para Los Andes

El 3 de enero de 1925, siete meses después del asesinato del dirigente socialista Matteotti, Mussolini asumió ante el Senado la responsabilidad personal por todos los hechos de violencia, y se comprometió a restaurar el orden mediante una dictadura. También declaró que la revolución fascista “está por encima de la ley, y no podrá ser enjuiciada salvo por el tribunal de la historia”.

Desafió al Senado a que le quitara los fueros, pero fue respaldado por una amplísima mayoría, que incluía muchísimos no fascistas. A la hora de la verdad, eligieron el orden antes que la libertad.

Meses antes, Mussolini creía que no sobreviviría a la reacción popular por el “delito Matteotti”. Pero su jefe de Policía eliminó todas los pruebas que lo vinculaban, y la investigación judicial, que reunió cien volúmenes de pruebas, apenas lo mencionó.

El rey y el Ejército lo respaldaron, las escuadras fascistas clausuraron los diarios opositores y apalearon a los desconcertados políticos. La opinión, inicialmente vigorosa, se resignó y desentendió. El caso Matteotti estaba cerrado, y en Italia comenzaba la dictadura plena.

El caso Nisman, que tiene sus parecidos con el de Matteotti, también está cerrándose. Por caminos distintos pero con un final parecido, pues el Gobierno está demostrando claramente que está más allá de la la ley, y la opinión movilizada se va resignando a lo inevitable. La denuncia de Nisman fue bloqueada en distintas instancias judiciales, por jueces temerosos o militantes de Justicia Legítima.

En cuanto a su muerte, se combinan la ineficiencia de quienes deben investigarlo con el masivo aparato de prensa y propaganda. Si hemos de creer a los voceros gubernamentales, Nisman fue un inepto, una marioneta de fuerzas ocultas. Además, era homosexual, mujeriego y corrupto, y también judío.

En cuanto a su familia, algo se oculta. Con humor macabro, Alejandro Borensztein sintetizó estas versiones: a Nisman lo mató su madre.

Con la impunidad asegurada, la Presidenta explayó su explicación, revelando el fondo de su pensamiento: hay una conjura de la que participan los “fondos buitres” y las organizaciones judías, con la colaboración de los servicios de Inteligencia.

Nisman fue unas veces su instrumento y otras la víctima. La Presidenta toma como base, adaptándolo a las circunstancia locales, un viejo y conocido libreto expuesto a fines del siglo XIX. Son los llamados Protocolos de los Sabios de Sion, quienes reunidos en el cementerio de Praga trazaron un plan de conquista del mundo, ejecutado por la sinarquía de banqueros y revolucionarios.

El texto circula hoy, difundido por cuanta organización filonazi existe en el mundo. Sabemos, los Protocolos fueron escritos y difundidos por la Ojrana, la policía secreta del zar, para legitimar la persecución a los revolucionarios y a los judíos, expulsados masivamente de Rusia.

Fue una política de Estado, retomada por Stalin y la KGB. De modo que la Presidenta habrá tenido tema para conversar cuando visitó recientemente a Putin. Todo tiene que ver con todo.

La comparación entre los sucesos argentinos contemporáneos y otros episodios de la historia es útil para sensibilizar y agudizar las preguntas, y para mostrar la continuidad de ciertas tendencias culturales e ideológicas. En este caso tienen que ver con el poder personal concentrado y el uso discursivo de la xenofobia. Pero allí termina la utilidad, pues cada situación es única, y quien quiera entenderla debe adentrarse en su especificidad.

El discurso de Mussolini, con su implícito me ne frega, correspondió a la fundación de su dictadura, mientras que los deslices verbales presidenciales corresponden al final de su gobierno, cuando no parece buscar alguna continuidad inmediata sino librarse de posibles condenas judiciales y, quizá, retornar al poder en 2019.

Si los opositores aspiran realmente al cambio, la contundente clausura del caso Nisman los desafía con varias preguntas. Doce años de kirchnerismo dejan una máquina de gobierno en funcionamiento pleno y eficiente, que en este caso confirma la idea presidencial de su intangibilidad legal.

Está preparada para subordinar las instituciones estatales a las necesidades del Gobierno y para manejar la opinión pública, sembrando confusión, dividiendo al adversario y consolidando el campo propio.

El Gobierno ha penetrado y desarticulado las grandes instituciones estatales y judiciales, que hoy tienen muy dañadas sus tradiciones y su experticia.

Ha dañado gravemente al cuerpo de funcionarios, remplazando a los eficientes o simplemente experimentados por militantes facciosos, sean de La Cámpora o de Justicia Legítima. Sin duda el Gobierno sabe hacer política, pero su capacidad de gestión es reducida. Saben mantenerse en el poder pero no saben cómo gobernar.

Con esto se encontrará el nuevo gobierno, que probablemente esté en situación semejante a la de Gulliver en el país de los liliputienses, inmovilizado por miles de finos hilos que atan su cuerpo.

El problema de fondo está en la borrosa situación del estado de derecho. ¿Cómo hacerlo visible y creíble, por ejemplo en La Salada? Pero en lo inmediato reside en la ineficiencia de las agencias estatales: ¿cómo reconstruir el Indec? Y sobre todo en sus funcionarios: ¿Cómo volver a tener un servicio civil digno? ¿Cómo deshacerse de la banda que hoy lo ocupa y recuperar a los que saben?

Hoy existe en una parte de la sociedad una demanda fuerte para recuperar el buen Estado, sus instituciones y sus funcionarios. Pero como lo testimonian los dos ejemplos iniciales -el lejano de Mussolini y el muy cercano nuestro-, finalmente los gobiernos autoritarios acostumbran a los políticos y a la gente a dirigir y ser dirigidos de ese modo. Los gobernados tienden a ser permisivos con ellos, o a remplazarlos por otros que prometan algo parecido.

Todo eso constituye -es inútil negarlo- una tentación para el hipotético vencedor de la elección presidencial de octubre. ¿Por qué desechar la herencia que deja el actual gobierno? ¿Por qué no continuar en esa línea, quizá con retoques? Nadie votaría por un gobernante que dude o incluso que delibere mucho. El autoritarismo es una mala costumbre, pero finalmente es una costumbre.

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