El pasado lunes oscureció a las 3 de la tarde en São Paulo, a 3000 kilómetros de la Amazonia. Como enviando una señal de auxilio a los tomadores de decisiones, la sombra de las llamas se proyectó sobre la capital económica del país. Hoy el mundo mira a Brasil arder. El fuego avanza como nunca, incluso sobre zonas de protección ambiental: se registraron sólo esta semana 68 focos en territorios indígenas y de conservación. Mientras tanto, sus líderes se aferran a un modelo de explotación insostenible, basado en la idea de restaurar la economía explorando el potencial económico de la Amazonia.
Desde la llegada al poder del actual Presidente, el monitoreo científico y el control de las actividades ilegales fueron sistemáticamente erosionados. Éstos son dos pilares de las políticas contra la deforestación. Por un lado, Bolsonaro insiste en descalificar al Instituto de Investigación Espacial (INPE) que mostró un aumento del 88 por ciento en la deforestación con respecto a junio del año pasado.
A su vez, su postura favorable a la explotación, propicia el aumento de actividades ilegales en los bosques. Los recortes presupuestarios a la gestión ambiental hacen que sea más fácil avanzar sobre la selva tropical. Por ejemplo, la agencia de cumplimiento ambiental sufrió un recorte de 23 millones de dólares.
El alegato que esgrime el Presidente para sostener estas medidas se había dejado atrás en la política brasileña hace años. Su argumento no sólo busca desestimar las consecuencias del cambio climático, sino que plantea una dicotomía que no existe: la elección entre proteger el ambiente y tener crecimiento económico.
La historia reciente demuestra que este discurso no es más que una cortina de humo que se deshace en el aire. Irónicamente, Brasil fue el país que probó que limitar la deforestación es tan posible como necesario para alcanzar mejores niveles de desarrollo.
Por décadas, el uso de suelos y recursos forestales fue la fuente principal de emisiones de CO2 de Brasil a la atmósfera. Nuestro vecino ocupaba el 6to lugar entre los responsables de la contaminación del planeta. En las negociaciones sobre cambio climático, las delegaciones brasileñas evitaban la mera mención de la palabra “bosque”, buscando desviar la atención de la explotación del Amazonas.
Hasta que se decidió parar. A partir de 2005, el gigante del Sur comenzó a implementar políticas públicas que redujeron en un 80% la deforestación. Para darse una idea, entre 2005 y 2009 ésta pasó de una media anual de casi 21.000 km2 a 6.200 km2. Si vemos la fecha, coincide con el inicio de un período que sería para el país un pico de crecimiento económico, comercial, social y productivo, con indicadores que lo situaron como una potencia media.
En poco más de 6 años, el país redujo un 25% sus emisiones de gases de efecto invernadero, éxito sin precedentes en el mundo. Gracias a la comunidad científica, la formación de coaliciones multisectoriales, el impacto de las ONGs y las decisiones políticas, la proyección de su liderazgo en mitigación de cambio climático creció. De repente, su prestigio le dio la autoridad para aleccionar a los países industrializados en los foros multilaterales.
Esta experiencia demuestra que las decisiones en política ambiental tienen un impacto inmediato. A medida que el cambio climático avanza, los fenómenos se profundizan. Los incendios, inundaciones, sequías, la amenaza a la vida silvestre, el aumento del nivel de los océanos ya no son escenarios potenciales en un futuro. Se sufren en el presente y afectan a los más vulnerables.
Hace sólo algunos años, el mundo miraba a Brasil como un ejemplo. La drástica reducción de la deforestación a la par de la consolidación de su crecimiento demostró la falsedad de la aparente contradicción entre desarrollo económico y protección del ambiente. Hoy lo vemos envuelto en humo y cenizas.
¿Qué fue lo que cambió? El equilibrio de fuerzas sociales y políticas se inclinó a favor del negacionismo. La buena noticia es que ese equilibrio es afectado por la sociedad civil, más aún en el contexto de las democracias latinoamericanas. Si nos duele ver arder al Amazonas, exigir a nuestros líderes una agenda de política ambiental es lo mejor que podemos hacer para estar del lado correcto de la balanza.