La conquista es para los perdedores

La guerra moderna empobrece tanto al triunfador como al vencido. Hoy no se puede tratar a una sociedad como lo hiciera el poderoso Imperio Romano sin destruir la riqueza que se trata de confiscar. Rusia pudo anexarse Crimea casi sin oposición pero decidió

La conquista es para los perdedores

Ya ha pasado más de un siglo desde que Norman Angell, un periodista y político británico, publicó “The Great Illusion”, un tratado en el que argumenta que la edad de la conquista ya había terminado o, al menos, debería terminar.

No pronosticó un final para la guerra pero sí argumentó que las guerras agresivas ya no tienen sentido, que la guerra moderna empobrece al triunfador tanto como al vencido.

Tenía razón pero, al parecer, es una lección difícil de absorber. De seguro que Vladimir Putin nunca recibió el memorando. Ni tampoco nuestros propios neoconservadores, cuyo caso agudo de envidia por Putin muestra que no aprendieron nada de la debacle iraquí.

El caso de Angell era simple: el saqueo ya no es lo que solía ser. No se puede tratar a una sociedad moderna en la forma en la que la antigua Roma trataba a una provincia conquistada, sin destruir la mismísima riqueza que se trata de confiscar.

Y, entre tanto, la guerra o la amenaza de ella, al interrumpir el comercio y las conexiones financieras, inflige grandes erogaciones más allá del excesivo costo directo de mantener y desplazar ejércitos. La guerra empobrece más y debilita más, aun si se gana.

Las excepciones a esta máxima demuestran, de hecho, la regla. Todavía hay matones que hacen la guerra por diversión y ganancia, pero, invariablemente la hacen en lugares donde las materias primas explotables son la única fuente real de riqueza.

Las pandillas que están destrozando a la República Centroafricana buscan diamantes y marfil extraído furtivamente; el Estado Islámico puede decir que está trayendo el nuevo califato, pero, hasta ahora, lo que más ha hecho es capturar campos petrolíferos.

El punto es que lo que funciona para un cacique del cuarto mundo es autodestructivo para un país al nivel de Estados Unidos -o, incluso, de Rusia-.

Solo hay que ver lo que pasa como un éxito de Putin, haberse apoderado de Crimea: Rusia pudo haberse anexado la península casi sin oposición, pero lo que obtuvo por su triunfo fue una economía en implosión que no está en posición alguna de pagar tributo y, de hecho, requiere ayuda costosa.

Entretanto, la inversión extranjera en Rusia y los préstamos propiamente dichos, más o menos se colapsaron aun antes de que el hundimiento del precio del petróleo convirtiera la situación en una crisis financiera hecha y derecha.

Lo que nos trae a dos preguntas. Primera: ¿por qué Putin hizo algo tan estúpido? Segunda: ¿por qué tantas personas influyentes en Estados Unidos estaban impresionadas con su estupidez y la envidiaban?

La respuesta a la primera es obvia, si se piensa en los antecedentes de Putin. Hay que recordar que fue hombre del KGB, lo cual equivale a decir que pasó sus años formativos como un rufián profesional. La violencia y la amenaza de violencia, complementadas con sobornos y corrupción, es lo que él conoce.

Y, durante años, no tuvo ningún incentivo para aprender algo más: los precios altos del petróleo hicieron rica a Rusia y, como todos los que presiden una burbuja, de seguro se convenció a sí mismo de que era el responsable de su propio éxito. Supongamos que hasta hace unos días no se había dado cuenta de que no tiene ni idea de cómo funcionar en el siglo XXI.

La respuesta a la segunda pregunta es algo más complicada, pero no hay que olvidar cómo terminamos invadiendo a Irak. No fue una respuesta al 11 de setiembre, ni a la evidencia de amenazas intensificadas.

Más bien, fue una guerra por elección para demostrar el poder estadounidense y para que sirviera como prueba del concepto para toda una serie de guerras que los neoconservadores estaban ansiosos por pelear. ¿Se recuerda el “Todos quieren ir a Bagdad. Los hombres de verdad quieren ir a Teherán”?

El punto es que hay una facción política todavía poderosa en Estados Unidos que está comprometida con la perspectiva de que la conquista paga y que, en general, la forma de ser fuertes es actuar con rudeza y hacer que otros pueblos tengan miedo.

Por cierto, uno sospecha que esta falsa noción de poder es el porqué de que los arquitectos de la guerra hicieran de la tortura una rutina; no se trató tanto de los resultados como de demostrar una disposición a hacer cualquier cosa que fuera necesaria.

Los sueños de los neoconservadores recibieron una paliza cuando la ocupación de Irak se convirtió en un fiasco sangriento, pero no aprendieron de la experiencia (¿quién lo hace hoy día?).

Así es que vieron al aventurerismo ruso con admiración y envidia. Pudieron haber dicho que los alarmaban los avances rusos, que creían que Putin, “lo que se dice un dirigente”, jugaba al ajedrez con las bolitas del presidente Barack Obama. Sin embargo, lo que realmente les molestaba era que Putin llevaba la vida que habían imaginado para sí mismos.

La verdad, no obstante, es que la guerra, real y verdaderamente, no es rentable. La aventura en Irak terminó, claramente, por debilitar la posición de Estados Unidos en el mundo, mientras que costó más de 800.000 millones de dólares en gasto directo y mucho más en formas indirectas.

Estados Unidos es una verdadera superpotencia, así es que podemos manejar tales pérdidas, aunque uno se estremece al pensar en lo que podría haber pasado si a los “hombres de verdad” se les hubiera dado una oportunidad de avanzar hacia otros blancos. Sin embargo, una petroeconomía financieramente frágil como Rusia no tiene la misma capacidad para avanzar con sus errores.

No tengo ni idea de lo que pasará con el régimen de Putin. Sin embargo, éste nos ha brindado a todos una valiosa lección. No importa el impacto y el sobrecogimiento: en el mundo moderno, la conquista es para los perdedores.

Por Paul Krugman - Servicio de noticias The New York Times - © 2014

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