He mentido en el título: en realidad en esta ciudad secreta no hay sólo libros, sino muchas otras cosas: carteles, mapas, panfletos políticos, programas de fiestas populares de remotos pueblos, discos, periódicos, revistas y mil objetos más. Los expertos que trabajan aquí utilizan la palabra ejemplares para denominar genéricamente este batiburrillo.
Estoy en las afueras de Alcalá de Henares, en mitad de la nada, campo amarillo y seco. Aquí se levanta un mazacote de edificios, con un cuerpo central acristalado y seis cubos masivos sin ventanas: las torres de almacenaje. Es la segunda sede de la Biblioteca Nacional de España (BNE). Se inauguró en 1993 y la última torre se construyó en 2006.
En la sede principal de la BNE, el maravilloso palacio neoclásico del paseo de Recoletos, hay casi tres millones de ejemplares. En los almacenes de Alcalá de Henares (57 depósitos entre los seis silos) se apretujan 30 millones. La BNE lleva dos años reclamando la construcción de una nueva torre, algo absolutamente urgente y necesario, porque cada año se suman 500.000 nuevos ejemplares a los fondos. Es un mundo de crecimiento vertiginoso: por ejemplo, en España hay aún 23.000 títulos vivos de prensa periódica en papel, muchos de ellos diarios, y todos envían ejemplares a la BNE.
Es la inacabable biblioteca babélica de Borges, un monstruo de voracidad mareante. Y al mismo tiempo, un lujo absoluto que no sé si nos merecemos. Desde 1711 se ha recogido y guardado todo; son 300 años de memoria colectiva, de cultura alta y baja, de arte y de vida. Y así, en la Biblioteca Nacional de España se conservan desde el códice del Cantar del Mio Cid hasta las modestas entradas de algún teatro de provincias. ¡Y qué colosal trabajo exige todo esto! En la sede de Alcalá, dirigida por Beatriz Albelda, trabajan unas 35 personas, entre bibliotecarios y personal de seguridad y limpieza. Pero el lugar es tan inmenso que apenas ves a nadie por los largos pasillos o en los interminables y automatizados almacenes. Recorremos el laberinto durante un par de horas como quien recorre un asentamiento alienígena en Marte; por las ventanas asoman los campos calcinados, lo que aumenta la sensación de soledad. Es un espacio remoto en el que un puñado de bibliotecarios maravillosos se esfuerzan callada e invisiblemente por reconstruir, catalogar y preservar la totalidad de la cultura española.
Hemos parado frente a un ventanal grande y ciego. Da hacia el interior de uno de los silos, pero, como está a oscuras (los robots no necesitan luz para trabajar), no veo nada.
De golpe, los neones se encienden. Doy un grito y pego la nariz al vidrio: al otro lado hay un espacio gigantesco. Quizá tenga siete pisos de altura (la ventana estaría en el cuarto), y es tan ancho y profundo que no alcanzo a ver el final. De arriba abajo, innumerables hileras de estanterías atiborradas de volúmenes, y un estilizado robot amarillo afanándose entre ellas. Es uno de los 57 depósitos. Éste alberga dos millones de libros. Entre ellos los míos, casualmente.
Cada día, Alcalá atiende las peticiones de los usuarios de la sede central. De media, unos 300 ejemplares son enviados todas las mañanas al paseo de Recoletos. Me parece casi mágico, rozando lo imposible, que consigan encontrar esos títulos exactos en tan sólo unas horas, en mitad de esa inmensidad alborotada. Porque, en los silos, los libros ya no están guardados por título, ni autor, ni tema, ni fecha. Están colocados por tamaño, para aprovechar el espacio: es lo que se conoce como almacenamiento caótico.
Los ejemplares llevan un código de barras; gracias a eso no se pierden para siempre.
Toda esta labor primordial y ciclópea se saca adelante con un presupuesto ridículo: 31 millones de euros al año (la Biblioteca Nacional de Francia cuenta con 250 millones, por ejemplo). Hace años, la BNE recibía 53 millones anuales, pero con la crisis perdieron un 42%. Pese a ello, siguen adelante y mejorando el rendimiento (un gran logro de sus trabajadores y de la directora de la Biblioteca, Ana Santos Aramburo). La BNE es nuestro tesoro secreto, pero nadie parece prestarle mucha atención. Es una pena.