La cibernética y su promesa de inmortalidad

La cibernética y su promesa de inmortalidad

Con la invención de la escritura, en la finalización del cuarto milenio anterior a la Era Cristiana, comienza la Historia y también la alienación del hombre, que confía en objetos ajenos para fijar información -en principio, de tipo económico- destinada a trascender el aquí y el ahora hacia un futuro en el que ya no estará presente.

En los signos codificados, a veces tallados en arcilla con un estilete, se plasma un objeto tecnológico que contiene una de las múltiples dimensiones propias de las relaciones sociales: la apropiación social de la naturaleza con miras a obtener bienes para la reproducción de las errantes bandas de entonces.

Se abre una distancia entre la escritura y el ser vivo, brecha que se irá ampliando con la transferencia de las capacidades humanas a los objetos tecnológicos, proceso que culmina hoy con la ineludible presencia de la cibernética en la vida cotidiana.

Se establece una relación de feedback, de modo que mediante la extensión de las funciones humanas a las herramientas y a las máquinas se incrementa la producción.

Lo que parecería una ocurrencia accidental de un antepasado remoto representa el nacimiento de un inmenso aparato que no dejaría de expandirse y determinar una infraestructura que revolucionó las sociedades humanas: la galaxia Gutenberg al final de la Edad Media y en nuestros días la emergencia de un nuevo territorio no geográfico, el ciberespacio.

Al igual que Marshall McLuhan anunciaba al homo typographicus como el sujeto de la galaxia Gutenberg, el cyborg (híbrido biológico-mecánico) corresponde al ciberespacio.

El cuerpo-biológico se deteriora y regresa a la naturaleza en carácter de desecho objeto de un culto muy específico en las distintas civilizaciones. En contraste, el escrito sobrevive a las generaciones, brindando la esperanza de superar los límites espaciales y temporales.

Platón se encargó de incorporar a Sócrates (un no escritor) como personaje a la máquina de la escritura, pero esa sombra de La república se parece tanto al original como un retrato bidimensional al cuerpo tridimensional autónomo.

Se plantea aquí la diferencia, establecida por Husserl, entre Körper y Leib. Körper designa el cuerpo-biológico en general, en sentido físico y como objeto de estudio biológico cuantificable, el que posee un ser humano o cualquier otro animal; en tanto que Leib se refiere al cuerpo-propio, experimentado como sensible, singular, intransferible e irrepetible.

El DNA extraído del cuerpo individual lo vincula con un código biológico general; sin embargo, ello no capta la situación específica del individuo que habla y piensa. Como dice Clifford Geertz “el hombre es un animal inserto en tramas de significados”.

Ahora bien, el ahí de la existencia se encuentra parcialmente multiplicado por el ahí del ciberespacio, en el que surgen comunidades virtuales como Facebook o Twitter, cuya función principal es convertir al espectador-productor en un habitante de aldeas existentes en la pantalla.

La relación cara a cara se transmuta en relación cara-pantalla-cara. Aun así, el cuerpo-propio es el único bien del ser humano; su límite es la muerte, producto del paulatino deterioro del aparato neurofisiológico.

El programa cibernético Match Insight que utilizó la selección alemana para planear sus partidos en el Mundial de Fútbol 2014, contiene datos sobre cada detalle del desempeño que han mostrado los adversarios. A partir de esa información se instruye a cada jugador sobre las precisas tareas que realizará en la cancha.

La espontaneidad y la libertad de movimientos quedan encasilladas por el programa mental del individuo y su relación con el resto del equipo. De atletas están evolucionando a imitadores de un texto contenido en la computadora. Los jugadores se desempeñan supervisados por el programa cibernético.

Hoy la ambición de inmortalidad sigue deslumbrando a grupos y asociaciones en diversas partes del mundo. Individuos que se sienten perfectos -científicos en su mayoría- sueñan con convertir su cerebro en un programa transferible a un cuerpo incorruptible, maniobra que garantizaría seguir disfrutando de su propia conciencia por los siglos de los siglos. El movimiento de los transhumanistas (así se hacen llamar) tiene ramificaciones en distintos ámbitos de las ciencias biológicas.

En un artículo de Héctor Velázquez Fernández (“Transhumanismo, libertad e identidad humana”, revista Thémata, número 41, 2009, página 580) se resumen algunos de los objetivos de dicho movimiento. Los transhumanistas pronosticaban hace una veintena de años que si se lograra una libertad total de investigación, paulatinamente se irían obteniendo modificaciones humanas y sociales a gran escala que podrían seguir etapas como las siguientes: en el 2013, se prohibirían los alimentos de origen natural.

En el 2022, la ONU concedería al ciberespacio la categoría de nuevo continente. En el 2032 se cerraría la última compañía de vuelos aéreos regulares, debido a la telepresencia. En el 2071 se haría institucional el vertido de cerebros al ciberespacio una vez que los individuos murieran, y se convertirían en entidades autónomas.

En el 2088 se daría el nacimiento de Beethoven 2º, a partir de una clonación. Y finalmente en el 2100 moriría el último ser humano y sería disecado para su preservación museológica.

Precisamente, el autor discute los límites de la identidad y la libertad humana frente a un proyecto científico que pretende tomar en sus manos el curso de la evolución humana hacia una situación que excluiría a los miembros de la humanidad incapaces de acceder a esa distopía. Ominoso objetivo que exige profundizar en el examen de los límites para incorporar tecnología a la naturaleza y a nuestro cuerpo, que también es naturaleza.

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