Hubo muchas idas y venidas, pero finalmente el sindicalismo cumplió los plazos y procedió a reunificar la central obrera nacional. Lo hizo a través de una solución salomónica: un representante por cada uno de los sectores, aunque volvió a quedar una división, con el retiro del bancario mendocino Sergio Palazzo y la decisión del dirigente de trabajadores rurales Gerónimo Venegas que no sólo no concurrió sino que impugnó el congreso al plantear ante el Ministerio de Trabajo según los estatutos debe existir una conducción unificada. Pero lo importante del hecho no es lo que ocurrió sino lo que puede ocurrir en el futuro en la relación con el gobierno de Macri.
El sindicalismo tiene una larga historia de acercamientos y alejamientos con los diferentes gobiernos. Nació “políticamente” con el gobierno de Perón, cuando éste lo llegó a ubicar como la columna vertebral del movimiento y le otorgó una participación del 33% en los cargos electivos en las diferentes elecciones. Fue el momento de mayor poder y pagaba esa posición con marchas multitudinarias hacia la Plaza de Mayo ante cada convocatoria de su líder.
Con la caída de Perón, el gremialismo se reagrupó y en 1958 se quedó con la CGT, mientras por orden de Perón desde Madrid conformó las 62 Organizaciones Gremiales Peronistas, a la que calificó como el “brazo político” del movimiento obrero. Una fractura importante se produjo durante la gestión de Onganía, cuando surge la intención de Vandor de crear un “peronismo sin Perón”, ante la prohibición que existía sobre posibles candidaturas del líder, pero años después el gremialismo volvió a reagruparse, cuando se permitió el retorno de Perón a la Argentina. Esa lealtad fue premiada por Perón, que decidió volcarse por “los trabajadores” y rechazar a la “tendencia” en un acto en Plaza de Mayo.
Pero sin dudas la relación más tirante entre el Gobierno y el sindicalismo se produjo durante la gestión de Raúl Alfonsín. La CGT terminó haciéndole 13 paros generales al líder radical, aunque también cabría recordar que las diferencias venían desde mucho antes: cuando Alfonsín denunció el pacto militar-sindical, antes de las elecciones y cuando impulsó la Ley de Reordenamiento Sindical (la ley Mucci) que pretendía terminar con las reelecciones indefinidas en los gremios y que, al fracasar, ha permitido que dirigentes sindicales se mantengan durante más de 30 años al frente de sus gremios, como sucede en la actualidad.
Con el kirchnerismo hubo una relación dual: primero de acercamiento, con Néstor y después de confrontación, con Cristina, que profundizó la división hasta lograr la existencia de cinco cegetés.
La situación actual es muy distinta. El sindicalismo ya demostró el poder de adhesión y de movilización con el último paro general, lo que le da oxígeno para nuevos reclamos y a lo que debe sumarse que la decisión de Mauricio Macri, de devolverles a los gremios la plata de las obras sociales, calmó las aguas en la dirigencia. De allí también que en el acto de reunificación se escucharan discursos de tono duro, pero ninguno de convocatoria a medida de fuerza. Es muy factible que haya dos meses de relativa tranquilidad, pero el problema se presentará en diciembre, con los reclamos de la gente ante la cercanía de las fiestas de fin de año, como históricamente ha ocurrido.
Es de esperar que para esa fecha el Gobierno haya ganado, o al menos moderado la lucha contra la inflación y que el sindicalismo haya madurado lo suficiente como para sumar, en lugar de restar, en la función que le corresponde y que no anteponga intereses políticos a los de la verdadera defensa de sus trabajadores.