La carta del pasado martes 15/09, escrita a la Presidenta por el juez decano de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Fayt, no tiene nada de llamativo excepto su monumental significado simbólico.
En esta era de las comunicaciones, a cada rato aparecen imágenes y gestos simbólicos cuya expresión, no obstante de enorme importancia, parece a veces durar lo que dura una noticia periodística. Días atrás el niño sirio tendido exánime en la playa, inmediatamente luego el adolescente Qom abandonado a la buena de Dios; luego la misiva del longevo juez Fayt.
El republicano en sus gestos
¿Qué es lo que hace de esta carta tan simple y poco ornamental un objeto de reflexión trascendental? Su sobriedad republicana. A buen entendedor, pocas palabras. Conduciéndose con la libertad y dignidad propia de su cargo, el juez siente subjetivamente "agrado" en presentar su renuncia al cargo a la Presidenta por quien, a su vez, expresa tener una "consideración" de lo "más distinguida".
Palabras de mesura dignas de un funcionario republicano. Amor, odio, o cualquier otro sentimiento que expusiera conmoción o pasión, estarían en este caso tan fuera de lugar como lo estuvo el comentario que se le escuchara decir el otro día en televisión a una torpe periodista: que la actitud de Fayt era la de una mujer despechada. Eso sí que es "no cazar una".
El hecho de que los servicios de Fayt a la República hayan de terminar deliberadamente justo un día después de los de la señora Presidenta, no es el antojo extravagante de un anciano sino, muy por el contrario, la demostración de la más completa autonomía de decisión que Fayt por su investidura detenta.
98 años no han sido en vano. Y ya que la República apenas lo sobrepasa en edad, bien podría imaginárselo al ciudadano paseando junto a algunas de esas estatuas que la representan, y escucharlo susurrar: "Largo camino hemos recorrido juntos, pero de ahora en más continuaremos viviendo vidas separadas".
Su historia con la República, ciertamente, podría figurarse una historia de amor. Es a ella a quien, después de tantos años, le da un adiós cuyas connotaciones íntimas ignoramos. A la Presidenta, en cambio, le notifica, con serenidad patética, su intención de pleitear o convenir con ella hasta el último día.
Una conmemoración argentina de la Carta Magna
Es imposible dimensionar ahora la envergadura de la carta de Fayt para el futuro institucional de nuestro país. Lo que sí podemos hacer de nuestra parte es ensayar su inserción en la tradición de esa otra Carta cuyo octavo centenario se conmemora este año.
Los fundadores del republicanismo moderno, esto es, los constitucionalistas ingleses del s. XVII -Lawson, Locke, quienes influirían luego en Montesquieu- nos hicieron creer que sus ideas provenían del republicanismo antiguo -Aristóteles, Polibio, Cicerón-, cuando en realidad sus raíces estaban en la Edad Media.
La estructura de un cuerpo soberano compuesto de rey, Lores y Comunes, tiene poco que ver con los antiguos Estados griegos o romanos, y bastante con los reinos medievales.
Nuestros constitucionalistas de mayor prestigio en la actualidad hacen ver que el modelo de presidencialismo fuerte favorecido por nuestra Constitución nacional, hunde raíces en el modelo monárquico de los conservadores del s. XIX.
Gargarella, por ejemplo, recuerda oportunamente el hecho de que Alberdi en sus Bases sostenía que "los nuevos Estados de la América antes española necesitan reyes con el nombre de presidentes".
Al respecto, aunque Gargarella no equipare 'conservador' a 'medieval', no está de más dejar en claro que la tendencia predominante del constitucionalismo medieval no fue el absolutismo: L'Etat c'est moi es una frase atribuida a un rey del s. XVII, no a uno del s. XIII. La Carta Magna de 1215 es quizá el ejemplo más destacado sobre el particular.
Cansado de sus enfrentamientos con distintos grupos de poder, un buen día de su reinado, Juan Sin Tierra, cuya implacabilidad y tiranía obtuvieran fama mundial por obra de la leyenda de Robin Hood, reunió a sus barones en una isla y firmando la Carta Magna les mostró que él era el primero en estar decidido a poner frenos legales a las arbitrariedades del poder: "De no cumplir Nos las normas pautadas en esta Carta, veinticinco barones, junto con la comunidad de todo el reino, nos embargarán y apretarán de todas las maneras posibles; a saber, incautando nuestros castillos, tierras, posesiones, y en todas las otras maneras que pudieren, hasta que el agravio fuere a su juicio reparado, salvo nuestra propia persona, la de nuestra reina y nuestros hijos; y cuando el agravio fuere reparado, reanudarán su relación con nosotros como la tuvieran antes" (MC. 61).
Este acuerdo o pacto, que tenía por objeto ordenar, consensuar y pacificar diferentes posiciones y conflictos, no hacía otra cosa que proclamar la autoridad soberana de la ley incluso por encima del rey: nadie, ni siquiera el rey, está por encima de la ley.
Si tuviéramos que traducir el significado de lo que con aquel documento Juan de Inglaterra se proponía erradicar, podría decirse que hay una palabra castellana que lo resume a la perfección: capricho. Quizá no exista un rasgo característico más negativo de nuestra psicología nacional que ése. Y el hiperpresidencialismo, del que Gargarella con razón se queja, vendría a ser su principio constitucional por excelencia.
Nuestra historia está plagada de caprichos y caprichosos; arriba, abajo y al medio. El empoderamiento del cuerpo político al que uno pertenece es una forma de empezar a librarse de él. Éste es el legado de la Carta Magna.
Como cualquiera puede experimentar por sí mismo, llega un momento en que, al dársele rienda suelta, el capricho no aspira a grandes conquistas. Le basta triunfar sobre barreras más bien irrisorias, con tal de doblegar o fastidiar a sus contrincantes. Se me hace que la carta de Fayt constituye el signo final de un formidable límite impuesto al capricho de aquellos que quisieron avasallarlo.
Vaya menudencia, alguno diría. Pero no es el caso pues, en materia de poder, la cruzada se juega en una puja milimétrica y la austeridad siempre lleva las de ganar.