El presidente Mauricio Macri cargaba con el peso de una frustración que sólo superó con la reciente cumbre del Grupo de los 20.
El Presidente llegó al poder prometiendo la reinserción de Argentina en el mundo. Pero el mundo en el que formuló esa promesa era el de Barack Obama. El triunfo de Donald Trump lo dejó parado en una estación incómoda. Desde entonces, Macri se vió obligado a remontar la cuesta de una promesa que, más que incumplida, parecía precluida e inviable.
La cumbre del G-20 en Buenos Aires lo reivindicó en aquel propósito inicial. La Argentina transicional que Macri le explicó a Obama en 2016 se adaptó para ganarse un lugar en una realidad nueva y más hostil.
Esta flexibilidad sólo era percibida hasta el G-20 como un disvalor en la opinión pública argentina. Porque fue la que habilitó el auxilio financiero del FMI en un país que venía cebado con la mora del gradualismo.
La cumbre de Buenos Aires permitió entrever que la adaptación rápida a los nuevos escenarios también puede promover beneficios menos frustrantes que un salvataje de emergencia.
Acaso por el esfuerzo que le significó recuperar aquella promesa inicial, Macri se sintió incomprendido por su aliada Elisa Carrió y su írrito sentido de la oportunidad, cuando la diputada reapareció con otra crítica contra el Gobierno.
Carrió se apropió de una medida instrumental dispuesta por la ministra Patricia Bullrich para el funcionamiento de las fuerzas de seguridad y la desproporcionó hasta el exceso conceptual de advertir que la coalición oficialista puede derivar en el fascismo.
Como tantos otros, Carrió ha elegido la escueta diplomacia de Twitter. Pero esa gravísima imputación genérica lanzada como ácido al interior de su propia coalición la dejó sin sus habituales compañías políticas.
Es verdad que Bullrich aprovechó el impulso del G-20 para homologar políticas de seguridad que el garantismo dominante en la década pasada obturó hasta el punto de abrir paso a una ola delictiva casi sin precedentes, con efectos sociales devastadores. Y no hay por qué descartar, en su decisión sobre el protocolo de actuación policial, una especulación política subalterna.
La ministra de Seguridad sabe que ha crecido en la consideración pública por su perfil inflexible en el combate contra el narcotráfico y la inseguridad. Como a Theresa May en Londres, a Bullrich tampoco le disgusta que la llamen Madame Teflón. Y a su manera,
Carrió también compite por el mismo apodo.
El primer dato relevante para el análisis político es que esa disputa tiene como protagonistas a dos referentes de la primera línea confrontativa del Gobierno con la oposición. Una puja entre halcones.
Una primera lectura de ese fenómeno indica que por lo general esas competencias suelen darse cuando las chances de continuidad se recuperan o acrecientan. Bullrich y Carrió salieron, respectivamente, con su protocolo y sus críticas, por un mismo motivo: sacar provecho del reposicionamiento del Gobierno. El efecto G-20.
Pero una segunda lectura sugiere que salen dispuestas a protagonizar la escena porque lo único seguro y constatable es la continuidad de la polarización. Sigue sin aparecer en las encuestas el espacio político entre Macri y Cristina. Patricia Bullrich y "Lilita" Carrió han crecido en ese mundo binario porque fueron ajenas a toda tibieza.
El auge global del populismo y el proceso político brasileño han acrecentado la incógnita sobre la aparición de algún cisne negro en la Argentina electoral.
En Europa ha comenzado a extenderse una interpretación reflexiva: el surgimiento de partidos políticos y demagogos insurgentes suele considerarse la fuente de los problemas de la democracia liberal. Pero son el síntoma. La causa es un nudo entre la ira y el miedo.
Para que no la sorprenda un cisne negro, Cristina Fernández ha optado por construir un embarcadero político adonde puedan anclar el enojo por la crisis económica y el miedo al desempleo.
Y por el mismo motivo, Mauricio Macri ajusta su discurso para ponerlo a tono con el enojo por la inseguridad y el miedo al retorno de un kirchnerismo con el cuchillo entre los dientes.
Ambos compiten por una imagen de liderazgo resistente a los embates de las crisis y de los adversarios. El señor y la señora Teflón.
Ambos dependen del termómetro del enojo y el miedo. No son variables determinadas exclusivamente por la economía. Pero sí emociones que suelen oscilar con la economía.
Christine Lagarde, entusiasmó al oficialismo con su recálculo: en el segundo trimestre de 2019 empezaría a verse alguna incipiente reactivación. Ocurre que el tránsito hasta el primer oasis promete ser ingrato. Para ese trayecto, el Gobierno dice contar con dos recursos modestos a su favor.
El primero es que el enojo de la clase media no tiene esta vez el detonante de otras crisis: la confiscación directa de sus ahorros. Perder frente a la devaluación no tiene el mismo efecto devastador de un corralito.
El segundo es el superávit fiscal de las provincias. A diferencia de otras crisis, se han convertido esta vez en un empleador de contención confiable.