La calle no es el lugar de la política

La calle no es el lugar de la política

Para establecer el lugar de la política en los Estados democráticos actuales, se debe partir necesariamente de definir la función de la política. Si consideramos que su función principal consiste en la gestión civilizada de los desacuerdos y que estos desacuerdos se deben a los  intereses y concepciones plurales sobre lo que es el bien general, la política se muestra como una actividad incesante e inderogable de la democracia.

No obstante, conviene tener en cuenta también que, en ocasiones, estos desacuerdos pueden derivar en consensos alrededor de políticas particulares y que la política no se reduce a un desacuerdo permanente.

En las democracias consolidadas, los desacuerdos se procesan en instancias institucionales, como el Parlamento, los tribunales de justicia o los tribunales constitucionales -cuando existe un órgano de estas características, de naturaleza más política que judicial-. Fuera de estos espacios institucionales, en el ámbito de la “sociedad civil” se produce un debate permanente en el cual ocupan un lugar relevante los medios de comunicación, que dan voz a las distintas y heterogéneas posiciones políticas.

De modo que se puede afirmar que la política es una dimensión de la vida humana que en la democracia no está encerrada en un lugar o en un conjunto específico de instituciones.

El populismo vernáculo instala a “la calle” como otro escenario de la política. De modo que al verse desplazado del poder, intenta ocupar calles y plazas con sus airados militantes, tratando de instalar un clima de tensión y de “resistencia popular” a las medidas que adopta el Gobierno. El fundamento político y psicológico de estas movilizaciones es la convicción de que representan la auténtica voluntad del pueblo, que solo obnubilado o engañado ha podido brindar el apoyo electoral a sectores sociales “de la derecha” que no son representativos de ese pueblo.

La idea de que existe un pueblo que tiene “voluntad” y que son unos arúspices particulares los que pueden llegar a interpretarla, es producto de una visión ideológica que es incompatible con la idea de pluralidad democrática.

Pensar que existe un ente metafísico llamado “pueblo” que tiene voluntad y puede emitir un mensaje único, no es más que un recurso retórico, un simple pretexto para que alguien se atribuya la calidad de intérprete privilegiado de esos deseos insondables. En una democracia, el pueblo no existe como lugar real, y solo existen los ciudadanos que expresan periódicamente sus preferencias en las urnas.

La idea de una “voluntad popular” es intensamente antidemocrática porque niega la pluralidad de voces de nuestras complejas sociedades modernas y deslegitima la posibilidad de la alternancia. Si un partido político se considera la expresión natural de la voluntad popular, y esta voluntad popular es “hablada” por los representantes de ese partido, toda manifestación de voluntad diferente a la señalada como canóniga queda automáticamente deslegitimada. Será en todo caso transitoria, a la espera de que el pueblo recupere el buen juicio e invista a sus auténticos representantes.

En el nuevo escenario político que se ha abierto con la elección de un presidente no populista en Argentina, sería conveniente que ningún actor político se asignara la representación de la sociedad entera, con la alegación de que son los únicos capacitados para oír el mensaje del pueblo. La legitimidad para alcanzar el poder en las democracias modernas lo da algo tan prosaico y distinguible como son los números. Son los votos y no los mensajes provenientes de entes metafísicos los que otorgan el derecho a conducir los destinos de la República.

La democracia no es un método para descubrir la verdad inmarcesible que emana de los mensajes del pueblo. Es apenas un marco que permite conocer las opiniones que sobre la realidad tiene cada actor político. La base psicológica que abre el espacio de la tolerancia es que nadie se considere depositario de un mandato o una luz que viene del más allá.

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