El célebre cineasta estadounidense Woody Allen, uno de los comediantes más sagaces y prolíficos de su generación, ofrece en La Rueda de la Maravilla –su película número 47, que se estrena hoy en Mendoza– un melodrama ambientado en los años 50 en una famosa playa de Nueva York, donde explora los devaneos sentimentales de una mujer insatisfecha que engaña a su marido y mantiene un amorío con un guardavidas.
A pesar de no estar a la altura de sus mejores filmes, la nueva película del autor de Annie Hall, Manhattan y Hannah y sus hermanas –entre otras tantas obras maestras– confirma la vigencia de este gran artista estadounidense, que esta vez despliega todo su oficio para reflejar la profunda insatisfacción de una mujer que ve cómo sus mejores años se diluyen junto a un hombre al que no quiere ni desea.
Con la presencia de la enorme rueda de la fortuna de un parque de diversiones de Coney Island como telón de fondo, que la protagonista (magistralmente encarnada por Kate Winslet) ve todo el tiempo desde su casa y desde el restaurante donde trabaja como moza, la película reflexiona sobre los vaivenes de la vida y del destino, que al igual que ese gigantesco juego puede quedar de manera aleatoria arriba o debajo de cualquier expectativa.
La Rueda de la Maravilla cuenta además con buenas actuaciones del cantante Justin Timberlake, como un dramaturgo amante de la tragedia griega que trabaja como guardavidas, la joven Juno Temple, que encarna a la esposa de un mafioso que vuelve a la casa paterna tras muchísimos años, cuando siente que su vida corre peligro, y Jim Belushi, un empleado del parque de diversiones con problemas con el alcohol, que cuida de su mujer y de su hijo, un niño con tendencias piromaníacas.
Entre todos ellos, Allen construye una intrincada combinación de relaciones humanas teñidas por los malos entendidos, los deseos y la desilusión sentimental, acentuados por las idas y vueltas entre el dolor y la alegría, emociones que parecieran estar sujetas a los caprichos y azares de la rueda de la vida: a veces abajo, donde reinan la tristeza y la soledad, y otras arriba, donde gobiernan las sonrisas y la felicidad.
Ginny, el personaje interpretado por Winslet, es una ex actriz fracasada y frustrada, que trabaja como moza en un restaurante de almejas en la rambla de Coney Island, y que vive en un pequeño departamento ubicado dentro del parque de diversiones de la isla junto a Humpty (Belushi), un hombre sencillo, de gustos populares y sin ninguna inquietud artística, con quien tuvo un hijo luego de que él la rescatara de una situación traumática.
Un día, inesperadamente, reciben la visita de Carolina (la joven y atractiva Temple), “hija pródiga” de Humpty, que llega desesperada buscando refugio, ya que los matones de su esposo –un capomafia de la ciudad de Chicago– la buscan para secuestrarla y quizás matarla, a causa de los negocios sucios y los crímenes que ella conoce y podría revelar si la policía y la justicia la encontraran antes que ellos.
A ese grupo humano se suma Mickey, el personaje que encarna Timberlake, un escritor mediocre que se gana la vida como guardavidas en la playa ubicada a pocos metros del parque de diversiones, y que además es el narrador omnipresente de la historia, que desde el principio –en un recurso que Allen utilizó antes en varios de sus filmes– se dirige a los espectadores y les cuenta sus recuerdos mirándolos directamente a los ojos.
Los problemas surgen cuando Ginny se enamora de Mickey –mucho más joven que ella– y empieza a vislumbrar en él la posibilidad de volver a sentirse una mujer atractiva y construir una nueva vida lejos de su marido, hasta que entre ellos se interpone la juventud y la belleza de Carolina, que lo atrae irresistiblemente con su inocencia y sus sueños románticos.
Mucho más trágica que cómica, aunque posea algunas situaciones de humor que involucran al hijo pirómano de Ginny, la nueva película de Allen refleja el drama de estas personas aplastadas por la rutina, atravesadas por sus deseos, sus dudas y sus celos, que además están signadas por un destino de infelicidad que –pese a los esfuerzos desesperados que despliegan para vivir mejor– no pueden modificar.
Si bien no es una de las mejores películas de Allen, La Rueda de la Maravilla ofrece una oportunidad para disfrutar del trabajo magistral del director de fotografía italiano Vittorio Storaro (responsable de la iluminación de filmes como Apocalipsis now, Dick Tracy y El último emperador), que eligió la luz natural, el claroscuro y los contraluces marcados para darle un clima aciago a este melodrama.