Cuando Adolfo Ruiz Díaz falleció en 1988, su esposa Amalia Ugo se quedó sola con tres hijas de 19, 14 y 11 años. Además de dar clases de Filosofía, vendió cuadros, espacios en televisión e hizo “un poco de todo”.
Mariana y Vera, las dos chicas mayores, tocaban y cantaban en casamientos, mientras Julieta, la menor, trabajaba en una regalería. Pero nunca se le pasó por la cabeza la opción de vender alguno de los libros que integran la biblioteca de 8 mil ejemplares que habían armado con su marido.
Aun más, mantuvo la casa de la familia y la segunda, de adobe, que había pertenecido a sus abuelos, en la que sólo habitaban los libros.
El terremoto de 1985 afectó a la estructura de principios del siglo XX y la humedad fue acentuando el daño, hasta que en 1999, a través de un acuerdo con un interesado en construir en ese lugar, levantaron un espacio de dos niveles para albergar el tesoro familiar.
Al hablar sobre el lugar, se nota que en su mente está viendo la antigua “casa chorizo” con una galería y un patio que tenía un inmenso parral, flores y frutales; en donde ella nació -“el primer día del invierno, será por eso que odio el frío”, cuenta- y fallecieron su madre y su abuela.
Pero sobre todo, el sitio que fue el espacio de trabajo de Ruiz Díaz, su esposo, a quien nombra por el apellido y con quien siempre se trataron de usted.
“Es que nos conocimos como profesor y alumna, cuando empecé a estudiar Filosofía y él era decano de la facultad y docente. El día que me recibí me propuso casamiento”, relata Amalia (‘Beba’). Entonces, ella se mudó con él a una vivienda a pasos del Parque General San Martín. Como los dos eran ávidos lectores y docentes, y él además investigador, las paredes de los ambientes comenzaron a llenarse de libros hasta que no hubo lugar.
Por eso, decidieron utilizar las cuatro habitaciones de la casa de los Ugo, en una callecita de la Quinta Sección, para armar un espacio de trabajo. Desde ese momento, la vida familiar de Adolfo y Amalia se repartió entre las dos viviendas. Es que él, cuando no estaba dando clases, se abocaba -incluso los sábados y domingos- a los libros, los caballetes y las visitas de personalidades de la cultura y de alumnos. Ella también trabajaba de a ratos ahí y las niñas pasaban a la salida de la escuela.
“Las bibliotecas no se arman para una sola generación”, es la frase de Ruiz Díaz que Amalia repite como toda explicación al porqué la conservaron a pesar del esfuerzo. Sobre cómo llegaron a tener 8 mil ejemplares, señala que tenían cuenta corriente en la mayoría de las librerías del Centro, ya que compraban con frecuencia. Para una investigación, Adolfo solía buscar diversas ediciones, e incluso traducciones, de un mismo libro.
Julieta, la menor de las hijas, comenta que sus padres nunca tuvieron auto. De hecho su padre no sabía manejar. Tampoco se iban de vacaciones, pero invertían en libros. Ella, que es profesora de Francés, ha usado el espacio y su contenido para estudiar, ya que un sector acumula obras en ese idioma. Aunque señala que su hermana Mariana ha sido la más lectora.
En diciembre de 2001, la familia trasladó los libros a la nueva edificación. Los habían guardado dentro del mismo terreno, pero aun así la tarea les demandó una semana. Respetaron el orden que había definido Ruiz Díaz, en función de los ficheros, y guardaron en unos roperos antiguos sus investigaciones y un metro de alto de páginas de diarios con publicaciones de artículos suyos.
Julieta es quien sabe casi con exactitud en qué estantes están los textos de historia, de religión, de filosofía, de literatura, científicos; en castellano, inglés, francés, alemán, griego, latín y hasta sánscrito; la gran variedad de diccionarios, de psicoanálisis, de citas, de simbología. Es también quien se hizo cargo de la tarea que antes tenía su padre: la de cada tanto sacar el polvo de cada uno de ellos.
La hija toma un libro y aparece un recorte de diario, y cuenta que en varios Adolfo guardó artículos y también cartas que le escribían con consultas. “La gente creía que era un volado, pero era muy ordenado. En las cartas escribía con lápiz cuándo las había recibido y cuándo respondido. Se movía lento, pero siempre llegaba puntual a todo lados. Y era un dandy”, concluye Julieta con una sonrisa.
La esposa, Amalia, comenta que en un tiempo Ruiz Díaz prestaba los libros, pero la costumbre de muchos de no devolverlos le hizo preferir que los interesados los consultaran en el lugar. Sin embargo, era igual de riguroso con los préstamos que recibía. Una de las últimas investigaciones en que trabajó, detalla, era sobre Julio Verne y le faltaban dos publicaciones, que se las prestó un periodista.
Después de que falleció, el hombre se acercó con mucho respeto a preguntarle a Beba si no era mucha molestia buscarlas. Encontraron los libros en el sector donde estaban las obras de Verne y, en la primera página, con lápiz, se leía “Pertenece a ...”.
Con una admiración que no afecta el paso del tiempo, Amalia Ugo recuerda a su esposo con la cabeza inclinada en algún texto, cerca de la máquina de escribir, con su gato Teofrasto acomodado sobre tres libros del filósofo griego. No es de extrañar que la biblioteca sea para ella algo sagrado.
Una obra para proteger
La casa de los Ugo, en una corta callecita de la Quinta Sección, era de adobe y si bien no tuvo que ser demolida -como otras- luego del terremoto de 1985, la humedad se empezó a filtrar y a poner en riesgo los libros que había en su interior. Amalia acordó con un arquitecto -que quería construir la casa para su hijo- que demolerían la antigua edificación y levantarían en el terreno una nueva, con la vivienda y la biblioteca.
El predio tiene apenas 7 metros de frente pero se extiende hasta el corazón de manzana, por lo que los dos sitios -separados pero contiguos- van aprovechando distintos espacios. La fachada es compartida entre la casa y una estrecha planta baja de la biblioteca, mientras el ambiente para los libros es más amplio en la parte que da a la calle del segundo nivel. La vivienda, que habita Tristán Casnati, recuperó las antiguas puertas y ventanas de la casa del 1900, y conserva una parte del extenso patio.
El primer "traductor" de Borges
Adolfo Ruiz Díaz nació en Buenos Aires en 1920. Estuvo a punto de terminar la carrera de Medicina, pero viró hacia Filosofía y Letras y obtuvo el doctorado. Llegó a Mendoza en 1953 y fue profesor, durante más de 30 años, de las materias Introducción a la Literatura y Estética.
Alternaba su escritura con la realización de obras plásticas abstractas. Fue autor de “Borges. Enigma y clave”, el primer libro que se publicó, en 1952, sobre el escritor y que sirvió para “traducir” el universo simbólico contenido en sus palabras. Los unió una amistad intelectual y compartieron disertaciones.
Murió el 6 de junio de 1988. Una sala del Museo Municipal de Arte Moderno lleva su nombre. “Sabía mucho y lo explicaba de un modo muy sencillo”, lo describe como docente su mujer, Amalia Ugo.