Es un poco grotesco ver en esta temporada política a candidatos acaudalados de ambos partidos denunciando nuestro sistema político por representar mayormente los intereses de gente acaudalada.
Grotesco, quizá, y un tanto hipócrita a veces, pero también preciso. El sistema político de Estados Unidos está amañado. La baraja está cargada en contra de la gente común. Esa es la frustración que ha alimentado, en formas muy diversas, las campañas en contra de la cúpula de Donald Trump, Ted Cruz y Bernie Sanders en particular, y eso está llevando a que otros candidatos, como Hillary Clinton, tomen también sus horquetas.
“Sí, la economía está amañada a favor de aquellos en la cima”, declaró Clinton en el debate demócrata de la semana pasada.
Un atisbo de la injusticia estructural en Estados Unidos es la siguiente: actualmente, un joven tonto y rico tiene mayores probabilidades de graduarse de la universidad que un joven pobre e inteligente, según Robert Putnam de la Universidad de Harvard.
Otro: los 20 estadounidenses más ricos, grupo que cabría cómodamente adentro de un jet de lujo con rumbo a una isla caribeña, valen más que la mitad más pobre de la población estadounidense, en base a un informe reciente del Instituto de Estudios Estratégicos. Las fortunas de los 100 más ricos de la revista Forbes valen tanto como los 42 millones de negros en Estados Unidos, se asienta en el informe.
“Correctamente, sospechamos que el sistema está manipulado, nuestro gobierno ha terminado operado por monedas y nosotros hemos sido marginados”, escriben Wendell Potter y Nick Penniman en su nuevo y revelador libro sobre el dinero en la política, Nation on the Take (Nación sobornada). Ellos hacen un llamado a una “profunda corrección del rumbo”, como aquéllas que Estados Unidos ha emprendido periódicamente en el pasado.
Así que es saludable que los electores estadounidenses estén exigiendo un cambio. Pero, cuando las sociedades enfrentan dolor económico, a veces recurren a reformas, y otras veces a chivos expiatorios (como los refugiados, este año).
Así que la cuestión histórica para 2016 está en saber qué dirección seguirá, a fin de cuentas, la revuelta popular entre electores estadounidenses. Un presidente Trump o un presidente Cruz erigirían muros y practicarían el ahogamiento simulado en contra de terroristas, una presidenta Clinton o un presidente Sanders elevarían el salario mínimo e invertirían en niños en riesgo.
A mí me parece que tiene más sentido apuntarle a soluciones que a chivos expiatorios, pero la sensatez a menudo escasea en política. Tras un discurso característicamente brillante de Adlai Stevenson, el nominado demócrata para presidente en 1952 y 1956, se dice que un partidario le gritó: “¡Todo estadounidense pensante votará por usted!”
Por ahí se dice que Stevenson replicó: “Eso no basta. ¡Necesito una mayoría!”.
En el dominio de las soluciones, un punto de partida debería ser la reducción de la influencia del dinero en política.
La industria farmacéutica, por ejemplo, ha usado su peso de cabildeo -invirtió 272.000 dólares en donaciones de campaña por miembro del Congreso el año pasado, y tiene más cabilderos que integrantes del Congreso- para prohibirle al gobierno que regatee los precios de fármacos en el programa Medicare. Eso equivale a un regalo anual de 50 mil millones de dólares a empresas farmacéuticas.
El aumento de la desigualdad tiene raíces complejas, y algunas no se resuelven con facilidad. Por ejemplo, el empoderamiento de la mujer, a la par de la tendencia de las personas a casarse con personas de su mismo nivel, significa que hombres de altos ingresos forman parejas cada vez más con mujeres de altos ingresos para formar familias de súper altos ingresos.
De la misma forma, muchos estadounidenses son ricos, en parte, debido a que trabajaron arduamente, ahorraron constantemente e invirtieron de manera brillante. Eso debe celebrarse, pero todo esto se desarrolla sobre un campo desnivelado que también incide sobre ingresos, así como sobre valores sociales.
Paul Piff, psicólogo clínico, ha conducido experimentos en los que se manipulan partidas de Monopolio para que un solo jugador tenga más dinero para empezar y casi está predestinado a ganar. Resulta que el jugador acaudalado trata con prepotencia a los demás e incluso toma más pretzels del tazón comunal.
En esta temporada electoral, muchos estadounidenses sienten que están viviendo esa partida manipulada de Monopolio.
Dos profesores escolares, Michael Norton y Dan Ariely, mostraron a personas tablas de la distribución de la riqueza en la igualitaria Suecia y en el altamente desigual Estados Unidos, preguntándoles después en cuál de las sociedades preferirían vivir, sin informarles cuál país era representado en cada tabla. Alrededor de 92 por ciento de los estadounidenses eligió la distribución de Suecia.
De la misma forma, el gran filósofo John Rawls desarrolló un duro experimento para juzgar la equidad de una sociedad: Imagine que lo pondrán en una sociedad pero usted no conoce su estación ahí. Se siente inseguro de si será rico o pobre, inteligente o tonto, negro o blanco, varón o mujer. En ese caso, muchos de nosotros también pudiéramos elegir Suecia, en vez de correr el riesgo de terminar en el código postal equivocado en Estados Unidos actualmente.
Así que los electores estadounidenses están en lo correcto al sentirse enojados. Sin embargo, el desafío no es solo diagnosticar el problema sino también prescribir las soluciones indicadas y alcanzarlas en este ambiente político.
Así que ojalá gane terreno la insurrección, pero que no sea canalizada castigando a chivos expiatorios sino yendo en pos de reformas que hacen funcionar mejor al sistema para el estadounidense común.